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Sabina oficia la penúltima despedida de quien no quiere marcharse

En la pantalla grande del escenario pasaba el vídeo formidable de Fernando León de Aranoa para la canción ‘El último vals’. La película reúne al bestiario sabiniano: mujeres y hombres de su planetario. Amigos, compadres, compinches, comadres, las hijas, Jimena, el gran Chus Visor, y si hay torero siempre José Tomás. Las misas de Sabina empiezan de cualquier manera y al primer compás despliegan comunión. El Movistar Arena Madrid tenía calambre ‘vaticano’ aguardando la irrupción de quien todos esperaban: un flaco de huesos por fuera, voz en avalancha de ducados, leyenda garduña del Madrid mejor, historia de exilios y años de cueva, el bombín caprichoso, la chaqueta fetén, las patas de grillo. Y a los compases de Yo me bajo en Atocha («porque esta es la ciudad a la que debo todo») aparece por un costado del escenario con la sonrisa llena de dientes, más o menos como en 2023. Agradece el entusiasmo con el aforo en pie, mientras él se va sentando. Lágrimas de mármol viene después.

Los conciertos de Sabina son el orfeón monumental. En este caso unas 13.000 gargantas cantando a una. Igual Lo niego todo que Mentiras piadosas‘. Lo mismo una letra del siglo XX que cualquiera del XXI. Sabina convoca multitudes. Gentes de su promoción y de las otras. Padres, madres, chicos, chicas… hasta llegar a los nietos de los hijos de la ira. Estos conciertos son una sociología ancha donde también comparten cuerpo y alma derechas e izquierdas, como si el mundo estuviese bien hecho. Y esto no es fácil.

La banda envuelve a Sabina y lo lleva de Calle Melancolía («nadie corea está canción como en Madrid», agradece) a 19 días y 500 noches (primer delirio controlado de los parroquianos). Cómo levanta esta canción, qué resorte imbatible. Nadie teme a cantarla con los sentidos muy a la vista. A Sabina a ratos no se le escucha porque él deja paso, pero en la cara le brillan nerviosos los ojos de violeta y chispa. Da igual si canta mal o canta bien porque aquí se trata de cantar con él. El concierto parece siempre nuevo, recién inventado desde la viva fantasía. Y cuántas veces se habrán escuchado estas músicas, estos versos. Qué más da. Quien más quien menos está en el Movistar Arena deseando estallar. ¿Quién me ha robado el mes de abril?Ni una falla.

Este Hola y adiós, dice, es su última gira grande. Aquí nadie lo quiere escuchar, pero por si acaso todo el mundo prefiere volver una vez más no sea que se cumplan las promesas. Todo vibra dentro de la nave nodriza de la Plaza de Felipe II cuando suenan los compases de Más de cien mentiras. O cuando Mara Barros echa la voz al cielo para Camas vacías y Jaime Asúa (guitarra y compositor) con Pacto entre caballeros. Hora y cuarto después del primer entusiasmo esto sigue fuerte. Así hasta los 16 temas del eje cigüeñal de esta gira sabiniana. Van llegando la cernudiana canción Donde habita el olvido. Y Peces de ciudad. Y Por el bulevar de los sueños rotos (Chavela es la canción). Y Mara Barros le canta al jefe Y sin embargo te quiero con el alma en punta y en copla. Y él se desmontera y recoge con Noches de boda… Son las 22.10, aunque esto último ya no le importa a nadie.

Del taburete a la mesa de velador; del café cantante al café Gijón. Sobre el escenario, los músicos de tantos años dispensando manto y cobijo al cantautor: Mara Barros (vocalista), Pedro Barceló (baterista), Laura Gómez Palma (bajo), Borja Montenegro (guitarra), Josemi Sagaste (vientos y falda escocesa), Antonio García de Diego (guitarra, piano, harmónica, voz) y Jaime Asúa (guitarra y voz). Una de las potencias de este hombre es el vínculo que establece en sus canciones. Ese lugar fabuloso de la apropiación indebida del sitio de todos. Es decir: Sabina le dice a la gente lo que le ocurre a la gente, pues eso mismo le ha pasado a él. Lo hace con un punto de poesía, una nostalgia indeleble, una broma bien traída, un presintiendo lo que fue. Quién no busca a alguien que le cuente, también o sobre todo, aquello que le ocurre. Y eso hermana, pues en las cosas de vivir somos un poco lo mismo. Y es que vivir es ir tropezándose un poco con los otros.

Sabina en Madrid es un pájaro distinto: liturgia o misa o catedral sin evangelio. A las 22.22 llegó la fiesta de despedida: La canción más hermosa del mundo entonada por Antonio García de Diego para que Sabina salga cuatro minutos después a hacerse cargo de Tan joven y tan viejo, Contigo y una rockera Princesa a todo bafle en ofrenda a la parroquia volcánica. Dejó la tarima con dos palabras de remate, «hasta siempre», y la canción de los buenos borrachos echó a rodar por megafonía. Él salió con paso breve y aleluyas en el pico. Y, ahora sí, la noche se abrió a más noche con una pregunta haciendo pasaditas de vencejo entre la afición: Joaquín, y entonces qué.