Español

Alpha: Julia Ducournau se arranca la cabeza en su decepcionante regreso (**)

Puestos a tener un accidente sin víctimas, mejor siniestro total. No solo da mejor en las fotos, sino que además uno se libra de discutir en el taller de lo que no entiende. Al desguace y a pensar en otra cosa. Alpha, la película de Julia Ducournau que va después de la sorprendente y adorada Palma de Oro lograda con Titane en 2021, es sencillamente irreparable, es uno de esos choques contra el muro más alto y más macizo que a fuerza de memorable no queda más remedio que cogerle un poco de cariño. A la directora, probablemente y con el guion delante, le asaltarían las dudas en un primer momento acerca de si la idea no resultaba demasiado pomposa, o la estructura en exceso errática, o la puesta en escena pensada exageradamente gratuita. Imaginamos que, después de sopesar con cuidado a que tendría que renunciar para equilibrar lo sobre el papel algo desajustado, se decidió por el camino de en medio y se quedó con todo. ¿Para qué conformarse con un esguince si uno se puede arrancar la cabeza de cuajo? Así las cosas, y a medida que avanza, Alpha resulta, por orden: a) grandilocuente, b) caótica, y c) de un caprichoso que irrita. Lo tiene todo y no está claro que lo cubra el seguro.

La idea es construir una alegoría (o algo metafóricamente similar) no tanto de la pandemia del sida como de los mecanismos de propagación del miedo que se apropiaron de la propia plaga y de todos nosotros en los años 80. Esto si decidimos ser generosos y nos colocamos al lado de lo único evidente, que no claro, de Alpha. Una niña de 13 años, a la que da vida la joven actriz Mélissa Boros, llega a casa después de haberse hecho un tatuaje en una fiesta. Acto seguido, cunde el pánico. Su madre, doctora en un hospital e interpretada por Golshifteh Farahani, intenta detener el proceso irreversible de estigmatización tanto en el colegio como en casa que desencadena la simple presencia de una gota de sangre. Y no lejos, el tío de la cría, un Tahar Rahim reconvertido físicamente de pura consunción, hace las veces de imagen y representación abierta en canal de los estragos de la heroína.

La película discurre en dos tiempos, con la protagonista niña y preadolescente, y juega a colocar la mirada del espectador, como es norma en la corta filmografía de la directora, dentro y fuera de la cabeza de sus personajes. Pero, claro, ¿dónde está la cabeza? Alpha exacerba hasta el paroxismo buena parte de las obsesiones que han perseguido a la autora con mención especial a la transformación del cuerpo, del cuerpo de la mujer. En Crudo (2016), se trataba de un relato caníbal con la sangre de la menstruación convertida en elemento catártico. En Titane, dos pasos más allá, la fábula punk ofrecía la posibilidad de una carne nueva liberada de ataduras en la que la metamorfosis trans se quería puro titanio, indestructible. Si Crudo hablaba de lo incontrolable que habita en nosotros (y de la pubertad), Titane evitaba los lugares transitados y las metonimias consensuadas para alzarse como un canto futurista y mecánico al poder del cuerpo femenino para absorberlo todo. Y serlo todo.

Ahora todo es más y mucho más confuso, pero en el más pedestre de los sentidos. La película juega a provocar de la mano de la exageración desenfocada antes que de la imaginación pautada de las cintas anteriores. Todo es mucho más impactante por más grande, más sangriento y más ruidoso. Pero en verdad, si todas las soluciones visuales y de puesta en escena de sus trabajos anteriores obligaban a la audiencia a construir el relato de manera orgánica y siempre desde un muy fructífero y desafiante desconcierto, ahora la gratuidad lo inunda todo. No es que la historia no avance, o sea reiterativa, o no quede claro nunca si va o viene, sino que, como tal y en sentido estricto, no hay tal cosa. En un principio, esto no tendría porque ser objetable. Basta de fabulaciones en tres actos. Lo que ocurre es que la historia está ahí, existe, pero tan alborotadamente contada que como si no. De nuevo, Julia Ducournau prescinde de la cabeza.

El Waterloo de Ducournau es tan pleno que, por momentos, cunde la tentación de ponerse de su parte. Las transformaciones en estatuas de mármol de los cuerpos infectados sorprenden por su novedad y hasta enamoran por su dolor de color blanco. El propio ambiente de confusión que lo inunda todo, por momentos, logra reproducir con una precisión desusada lo que el propio Blake tomaría por pesadilla en su sentido genuino. Miremos el mundo cuando los ojos ya no nos cieguen, sería el lema blakeano que, en un fugaz instante, parece apoderarse de la película. Y la interpretación sin libreto de Rahim mientras se revuelca en su delgadez definitivamente hace daño. Pero el efecto, como si se tratara de una droga barata (o cara, no tenemos por qué saber estas cosas) pasa rápido. Se nota demasiado el andamiaje a una película tan autocondescendiente como errática y únicamente pendiente, al fin, de agotar cada propuesta y, de paso, agotarnos. Memorable siniestro total, sin duda y sin cabeza.

Eagles of the Republic: un thriller político torpe con cine dentro del cine en el Cairo (**)

Digamos que el día se fue en decepciones. Unas mayores, otras menores y las últimas, simple jaquecas. La segunda película en competición no fue excepción. Tras una sección oficial hasta la fecha de mucha altura, era el día para volver al suelo. O al barro, mejor. El director Tarik Saleh, con películas en su haber tan notables como Conspiración en El Cairo o El Cairo confidencial, también volvía como Ducournau. Y volvía, lo han adivinado, a El Cairo. Eagles of the Republic es la crónica de una intriga con el presidente actual de Egipto, Abdelfatah El-Sisi, como centro de todas las dianas. Y son muchas. La peculiaridad es que la película está contada desde el punto de vista de un actor (el siempre en su sitio Fares Fares). Es decir, actor de un actor. El protagonista interpreta en una película de propaganda dentro de Eagles of the Republic el papel del propio Abdelfatah El-Sisi. Saleh se busca este artificio para jugar a los espejos donde la ficción más siniestra alcanza el rango de realidad hasta que la propia realidad acaba por ser un burdo relato mal contado (por un loco, además). Sugerente y provocador.

Pero llegan las malas noticias y éstas son que el director apenas se molesta en articular el complicado dispositivo que se impone más que de forma protocolaria, cuando no solo torpe. Lo que prometía ser una reflexión sobre, llegado el caso, los mecanismos de representación y cómo estos se adueñan cada vez más de la política, acaba por ser una intriga de las entretenidas. Que no es poco, pero dado el punto de partida, se antoja muy insuficiente. Esta no fue siniestro total como la anterior, pero el parte de bajas hay que pasarlo y ahí queda.