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O Agente Secreto: Kleber Mendonça captura el profundo olor a muerte de la dictadura (****)

Hay un tipo de cine cuya principal virtud consiste en hacer sentir la temperatura de la imagen. Y entiéndase lo de temperatura de forma literal (Kleber Mendonça Filho nos hace sudar y pasar un frío horrible casi a la vez en O agente secreto) y metafórica. Cuando el calor hace que, por ejemplo, la carne tumefacta de los cadáveres se pudra, en verdad es una sensación general de degradación la que inunda cada plano. Se reproduce eso que se da en llamar sinestesia donde se confunden los sentidos y, de repente, se escucha la luz o se huele el silencio, pero más. No es solo una simple sensación, es algo mucho más rotundo y hasta brutal que tiene que ver no tanto con lo que los sentidos, cada uno por separado, sienten como con lo que se percibe de manera global y, más importante, moral.

O agente secreto es sobre el papel una película de espías que guarda dentro una de terror con tiburones o piernas amputadas asesinas. Tal cual. O es el drama de un hombre solo que busca a su hijo y se encuentra con su muerte. O es el relato de una ciudad acosada por un silencio culpable que se filtra por las paredes, embota las tubería y arruina la más mínima posibilidad de esperanza. O es sencillamente todo a la vez. No es que no importe la historia, esa que lee en los resúmenes, sino que ésta se encuentra al servicio de una tan rara como perfectamente identificable sensación que todo lo inunda y a todo le da sentido. De forma muy resumida se podría llamar la sensación propia y genuina del cine.

Wagner Moura interpreta a un hombre de pasado oscuro por muy poco explicado antes que por pavoroso. De hecho, es una periodista la que desde el presente investiga lo que pasó entonces en un especie de narrador poco fiable. El espectador es invitado a deducir que se trata de un agente encubierto en el Brasil de los años 70, cuando una brutal dictadura (como todas) regía la vida y el miedo de todos. El protagonista intenta escapar de lo que fue, deja São Paulo y se traslada a Recife en busca de probablemente algo tan elemental como su supervivencia y su hijo que quedó con los abuelos. Sin embargo, pronto descubre que la ciudad, en plena celebración de un Carnaval que no acaba entre el sudor y la sangre, está muy lejos de ser un refugio seguro.

El director, como ya es regla en su cine siempre tan pendiente y comprometido con el lenguaje del propio cine, propone jugar con los géneros y se enreda de nuevo con los enigmas de la memoria. El que en Doña Clara proponía un drama realista social sobre las huellas existenciales que dejan los edificios en una ciudad; en Bacurau, un western apocalíptico a vueltas con un futuro demasiado cercano de expolio y pillaje, y en Retratos fantasmas, un documental esencialmente hermoso sobre la nostalgia por el pasado pero mirando al futuro, quiere ahora contar lo que pasó en el periodo más oscuro de la historia de Brasil, pero de verdad. Y eso, más allá de las cifras de desaparecidos y torturados, más allá de las vidas truncadas y los sueños pulverizados, más allá de nada, tiene que ver con el dolor y con una sensación desesperada tan cerca del simple vacío. Y ahí, exactamente ahí, es donde se detiene la cámara. Tan brillante como, en efecto, desolador.

El año pasado vimos Aún estoy aquí, de Walter Salles, que de manera tan fiel como rigurosa relataba la vida de un hombre asesinado. La película poseía esa buena intención que siempre asiste al cine que denuncia. Ahora, dos pasos , desde los ojos de su mujer, más allá y, sobre todo, mil pasos más adentro, se vuelve al mismo escenario, pero no tanto para contar la verdad una historia como para describir de manera tan angustiosa como certera la condición de posibilidad de esa desaparición que nos contaba Salles y todas las demás. O agente secreto se filtra directamente por las retinas y cada uno de los sentidos hasta hacer que el alma misma sude. Y sangre. Es una película sobre la dictadura de Brasil, pero en verdad lo es sobre cualquiera de ellas en cualquier momento. Todas queman igual y ahí está el soberbio último trabajo de Kleber Mendonça para tomarle la temperatura a la atrocidad de lo que pasó y, también, a la responsabilidad moral del mismo cine. La sensación del cine, decíamos. Por cierto, lo de Walter Moura lleva premio.