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Romería: Carla Simón da a luz en Cannes un prodigio de cine carne de su carne, memoria de la memoria de todos (****)

Romería llegó a Cannes y no lo hizo sola. Iban con ella, su directora Carla Simón, el equipo completo con la actriz debutante Llúcia Garcia a la cabeza y, por delante de todos, la hija de la primera que está a punto de nacer. También iba una matrona por si los nervios juegan una mala (o buena, según se mire) pasada. Uno diría que la película y la cría que ahora mismo ocupa un lugar de preeminencia en el cuerpo de la cineasta y, apurando, en el de Cannes son lo mismo. Y no porque vayan a nacer casi a la vez, que también, sino porque en la terminología más furiosamente cinematográfica –la que le gustaba utilizar a Ingmar Bergman– los dos, en sentido genuino y carnal, son madera y hacha, carne de su propia carne. «Dios, dame fuerzas para hacer esta película sin miedo, sin mirar de soslayo y sin abatimiento…», escribió Ingmar Bergman en mayo de 1957 mientras se afanaba en el guion de Fresas salvajes. Y seguía en su mortificante oración luterana: «Sé que es preciso utilizarme a mí mismo como madera y como hacha, después de todo es el único material del que dispongo». Madera y hacha, pues, o película que brota de las mismas entrañas. De las de Carla en su sentido más literal y visible.

En efecto, con su último trabajo, la directora completa un periplo personal y familiar que le ha llevado a construir, o incluso crear, desde el cine las imágenes que constituyen ese museo de formas inconstantes, que decía Borges que era la memoria. «Ese montón de espejos rotos», añadía el poeta. «Investigando, caí en la cuenta de que cuando recuerdas no recuerdas simplemente algo, en verdad recuerdas la última vez que recordaste ese algo», comenta Carla y quién sabe si no es su hija la que desde el vientre le susurra lo que tiene que decir.

La película, que recrea, cuenta, inventa, imagina o simplemente funda desde la nada (todo a la vez) la juventud de la directora, relata la historia de Marina. Marina (Llúcia Garcia) tiene 18 años y viaja a Galicia desde Barcelona para conseguir la firma de unos abuelos que no conoce. Sus padres murieron tiempo atrás en el fragor de los 80, en plena pandemia del sida, ella se fue a vivir con sus tíos y para que puede acceder a una beca con el objetivo de estudiar precisamente cine necesita que los abuelos reconozcan que son lo que son: los padres de su padre y abuelos de su nieta. De paso, conocerá a una familia entera y nueva. Todo eso le pasó a Carla y, a la vez, no. O, mejor, le pasó exactamente como dice la película porque la memoria, como el viento, sopla donde quiere. Es mentira porque no puede ser más que verdad. Y es verdad porque el cine, como cualquier forma de arte, se construye desde la claridad de lo cierto únicamente. Lo que no deja espacio para elucubraciones ni para metáforas más o menos recurrentes (basta de los juegos de espejos, por dios) es que todo lo que se cuenta es madera y carne de la misma Carla Simón. Exactamente igual que la cría que aún no ha nacido y que sin estar del todo está ya de manera plena. Y si no me creen, que se lo pregunten a la matrona.

Lo que sigue es una película deslumbrante, enigmática, realista y mágica, silenciosa y a la vez ensordecedora; una película que se hace y deshace delante de los ojos del espectador como los recuerdos se forman y se contradicen cada vez que se les invoca. Todo discurre en dos tiempos, alrededor del año 2000 y en los 80. Todo es contemplado por la mirada de una joven que descubre un mundo ajeno que, para su sorpresa, no es nada más que su más personal e íntimo universo. Pero también es una película construida enteramente en la imaginación de la protagonista, en la memoria de unos padres que no conoció, que solo imaginó desde la más profunda añoranza, desde el dolor más sentido. Y quién sabe si la película, en verdad, no sea nada más que, como todos nosotros quizá, un sueño de la cría aún por nacer que reposa inquieta en el vientre de su madre. Madera y hacha.

En cualquier caso, como en el caso de Alcarràs o de Verano 1993, Romería no es solo el viaje personal que parece ser por la descripción más superficial de las piezas que la arman. «Todo está manchado por el tabú de las drogas y el dolor de las familias que lo sufrieron», comenta la directora para trazar el camino que va de lo propio a lo de todos. De repente, como en su película anterior, importa el valor colectivo de un olvido imperdonable. La transición que nos contaron como ese paraíso de reconciliación, en verdad dejó por el camino a muchos, muchas víctimas que nos hicieron ser lo que ahora somos y que, sin embargo, cubrimos por una espesa capa de desagradecimiento, de miedo, de vergüenza. Y es ahí, donde Romería se hace grande, abandona el lugar de privilegio de lo íntimo, para adquirir las formas de un manifiesto político que también lo es moral y, por ello, colectivo en su sentido más riguroso y pleno. El olvido nos hace peores; el cine de la hija de Carla Simón (a estas alturas sospechamos que las mejores ideas son de la nasciturus), mejores. No lo duden.

Esta vez, por primera vez, Simón no solo trabaja con actores de los llamados naturales. También los hay de los otros, de los que cuando pasean por la alfombra roja no se tropiezan ni se hacen selfies. Y, la verdad, apenas se nota. Todos, desde los debutantes Llúcia Garcia a Mitch (sic) pasando por los más reconocibles Tristán Ulloa, Celine Tyll, Myriam Gallego, Janet Novás o José Ángel Egido, todos, decíamos, actúan como interactúan mientras desactúan. Son actores y, en verdad, no lo son del todo, que es la mejor forma posible de ser actor.

La película se mueve por la pantalla como lo haría un recuerdo propio que, en verdad, nos lo prestó un familiar al que a su vez se lo contó un vecino que no queda claro si lo leyó en algún sitio o lo escuchó mientras paseaba por la calle. Todo cierto, claro. O no. Como en el caso de Alcarràs, la cámara se mueve entre los cuerpos levantando a su paso polvaredas de verdad, retazos de unas vidas que se antojan vividas por el propio espectador en algún momento ajeno al propio tiempo. Ni el lugar ni la historia ni los personajes nos pertenecen, pero, por la misma razón que la hija de Carla sabe ya de cine sin haber nacido, todo lo que vemos es nuestro. No es tanto magia, que también, como la certeza de que solo lo que tiene vida insufla de vida a la propia vida, cualquiera de ellas, cualquiera de nosotros. Madera y hacha.

Y luego está la matrona, que, junto con la madre, son las dos únicas personas que comprenden de verdad lo que está pasando. Todo, absolutamente todo, es idea de ella. Y aún no ha visto la luz.