La extravagancia de Eduardo Mendoza nace de una voluntad profundamente cívica: hacer reír al lector, motivo de suspicacia para los escritores puros. Con ese aval se ha hecho el sitio en el paisaje de la literatura en español y ahora casi nadie duda de que la potencia de la obra de Mendoza pasa por ese lado aéreo y suave de la vida. Qué lado: pues el de pasarlo bien. La suya parece una escritura consciente de ser feliz, algo complicadísimo.
En 1975 empezó todo. Residía en Nueva York y disfrutaba de la ciudad. Franco estaba ya empaquetado y la democracia construía el nido. Ese mismo año, un poco en pruebas, este hombre publicó una novela formidable, La verdad sobre el caso Savolta. De origen traía este otro título, Los soldados de Cataluña, pero la censura consideró sospechosa la propuesta (a saber qué mensaje escondía) y Mendoza tiró de un título suplente. El éxito fue gigante.
Tres años después envió a Seix Barral otra historia. La escribió en una o dos semanas, más o menos enfebrecido y carcajeante. La llamó El misterio de la cripta embrujada. Otro éxito. El protagonista es un detective zumbado, inquilino de manicomio al que recurre la policía del barrio de Sant Gervasi para resolver el caso de unas niñas desaparecidas y que después protagoniza cinco novelas más de Mendoza. El secreto de la modelo extraviada (2015) es la última de la saga.
Hasta ahora con Eduardo Mendoza te ríes muchísimo, pero en algún momento decidió tantear lo serio y escribió la novela que podría ser el mapa vital de la modernidad en Barcelona, aunque en verdad es una gran novela y Barcelona también quería serlo. Es La ciudad de los prodigios (1986). El hijo del fiscal, licenciado en Derecho en 1965 -el escritor es hijo de fiscal y licenciado en Derecho-, alcanzó ya podio en la literatura hispánica. Esta es una novela compleja, difícil de escribir, donde muestra la evolución social y urbana de Barcelona entre las dos exposiciones universales de 1888 y 1929. Sólo con estas piezas tenemos un escritor admirable. Pero todo lo que viene despues, desde las aventuras del marciano Gurb (avanzadas primero en prensa, Sin noticias de Gurb) al Premio Planeta por Riña de gatos, la parodia epistolar de El asombroso viaje de Pomponio Flato o hasta donde quiera uno llegar, da cuenta de un escritor raro. Distinto, quiero decir. Elegante y a bordo de un bigotito congénico. Mendoza -amigo del gran poeta Pere Gimferrer- no ha dejado de escribir muy bien en 60 años. Un récord peculiar.
Javier Marías, declarado hincha de los libros de Eduardo Mendoza, dijo que «nos enseñó a los que vinimos después qué era escribir con libertad». Y después Mendoza confesó en una entrevista algo tímido por decente: «Yo sé que no voy a cambiar la historia de la literatura». Quién quiere hacer algo así cuando ha escrito algunas páginas del linaje del mejor esperpento, del humor más sofisticado, de la risa mejor, de la inteligente ironía de echarse a reír dos docenas de veces en un mismo párrafo porque Eduardo Mendoza ha sabido escribir y resituar la narrativa española ahí. Y, como todo el mundo sabe, convencernos además de tanta extrañeza como si fuera feliz. Ese es el prodigio.