Eddington es una película de principio a fin arbitraria, caótica, violenta, ridícula cuando quiere y, por momentos, conscientemente fea. Durante buena parte de su metraje, los personajes se mueven por la pantalla en permanente estado de excitación sin que quede del todo claro cuáles son sus motivaciones. Cuesta seguir los diálogos porque casi siempre resultan tan pedestres que irritan. Y, por si alguien echara en falta algo (algo malo se entiende), su final es tan disparatado, caprichoso, exhibicionista e incluso procaz que dan ganas de salir corriendo a solicitar cuanto antes la devolución del precio de la entrada. En los festivales, como no hay tal cosa (es decir, no hay un precio concreto asignado con el ticket), la ira se suele dirigir contra el programador.
Y sin embargo, todo esto que sobre el papel hace de Eddington la película que hay que quemar cuanto antes, es precisamente su principal valor. Eddington se toma tan en serio el ser un retrato de la actual paranoia mundial que acaba por convertirse en su más puntual reflejo. La paranoia es ella. Es decir, todas y cada una de sus deporables caracterísitcas son en rigor sus aciertos. Si se pinta un paisaje monstruoso lo suyo es que salgan monstruos. Y que muerdan. Es así. En verdad, la devoción por lo feo a Aster le viene de antes. Su anterior trabajo, Beau tiene miedo, era Eddington pero circunscrito al espacio o ideario personal de una conciencia acosada. Y sus dos películas más celebradas, Hereditary y Midsommar, dejan toda su indiscutible belleza en manos del simple horror.
Fue Karl Rosenkranz, hegeliano de pro, el que, molesto por la tendencia cada vez más acusada en su época a retratar la naturalidad (le indignaba la fotografía), se atrevió a pergeñar algo así como una estética de la fealdad. En realidad, su propósito era denunciar ese empeño del arte de su tiempo de dejarse llevar por lo casual, por lo frívolo, por lo particular. Lo relevante, diría, es, obviamente, lo bueno, lo verdadero, lo universal. Pues bien, Ari Aster pretende justo lo contrario. En su ideario, lo accidental es fuente de sorpresa; la exageración, de gravedad, y lo anecdótico es la forma que tiene el destino de anunciar lo absurdo de todo esto. Lo feo es, en efecto, lo bello.
Eddington, que con tanta explicación previa se nos olvida, trata de la rivalidad entre el sheriff (Joaquin Phoenix) y el alcalde (Pedro Pascal), los dos autoridades en un pueblo del Estado estadounidense de Nuevo México. Hay poco más argumento porque, en verdad, Eddington no trata de nada, de lo que de verdad trata es de sí misma. Sobre este enfrentamiento entre los dos héroes locales que tiene que ver con llevar o no mascarilla, con creer unas o otras teorías de la conspiración, con seguir una red social u otra, con aprobar las políticas de igualdad o creer que todas ellas no son más que un invento woke, con respetar las reglas por el bien de todos o con no hacerlo por el bien de la libertad como consigna… El resultado es, como ya habrán deducido, la paranoia, nuestra paranoia.
Aster deja de lado los elementos más claros y hasta agresivos (aunque aparecerán todos de golpe en el último tramo de la cinta) que han configurado su cine entendido como terror psicológico para jugar o entretenerse más con los elementos más toscos de la comedia. Pero sin alardes. De hecho, Eddington, aunque lo parezca, no hace gracia. La película es más de provocar una risa nerviosa muy cerca de la depresión antes que la simple carcajada. Cuando entre la turbamulta descrita en el párrafo precedente aparezca una empresa de almacemaniento de datos digitales dispuesta a establecerse en este refugio de locura que es Eddington la suerte estará echada. Y, en efecto, es el momento en el que las cosas estallan y saltan por los aires. Sin consuelo, sin razón aparente, pero todo de una coherencia tan extrema que hace daño.
La película sería otra si no contara con un Joaquin Phoenix sencillamente desproporcionado. Para lo bueno y para lo malo, para Napoleón y para Joker, no hay nadie como él. Nadie hasta la fecha había interpretado de manera tan acertada al covid, a todo él. Y no nos referimos al moqueo, el dolor de garganta o la perdida de sabores de la enfermedad en sus fases o desarrollos menos agresivos, nos referimos a todo el covid en su conjunto con todo lo que la pandemia nos trajo. Aquello de que de íbamos a salir mejor, olvídenlo. Salimos en el estado exacto que nos encontramos ahora, que, nos pongamos como nos pongamos, no es bueno. Es más, se diría que es feo. Pues de eso va esta dolorosa maravilla que es Eddington.
La Petite Dernière: un brillante cuento naturalista sobre la identidad (***)
Al lado de la cacofonía, eso es, de Eddington, la sección oficial ofreció la brillante y muy rimada delicadeza La Petite Dernière (La hermana pequeña). Dirigida por la también actriz Hafsia Herzi y sobre una novela casi autobiográfica de Fátima Daas se cuentan uno a uno todos los conflictos de identidad de una mujer nacida en el extrarradio a la que la universidad la lleva al centro de París; una mujer musulmana y creyente cuya religión le prohíbe ser lo que es; una mujer lesbiana en una familia empeñada en casarla, en que tenga hijos y en que cocine bien los dulces.
La propuesta de Hafsia Herzi no deja opción a la duda. Enteramente construida sobre los silencios y muy pendiente del fuera de campo, la delicadeza, decíamos, es su principal virtud. Pero no es tanto una delicadeza, por blanda o eufemística, sino por puro respeto. Es demasiado común y cada vez abundan más los dramas, dramas modernos, en los que la forma que sus directores y guionistas tienen de reivindicarse es humillando a sus personajes. No es el caso, la directora asiste pautada a las fracturas de su protagonista pero dejando el espacio suficiente para que el juicio surga solo, sin imposiciones, sin subrayados, solo pendiente de los silencios por fuerza graves de la incomprensión. Quizá es objetable precisamente la excesiva contención que deja la historia en apenas un apunte de lo que promete. Sea como sea, bella por bella, no por fea como Eddington.