Todo intérprete debe lidiar con la contradicción de ser y no ser a la vez: de lograr el reconocimiento debido, incluso fama, por el trabajo de encarnar a alguien distinto a sí mismo, otro u otra, y de alcanzar a desparecer completamente detrás de cada personaje que hace suyo. Silvia Aguilar puede presumir de llevar esta contradicción al extremo. Desde muy joven fue la actriz que cualquier aficionado al terror reconoce en el papel de la vampira Erika en El retorno del hombre lobo (1981) o cualquier seguidor del siempre resucitado cine quinqui puede localizar en la pieza casi inencontrable, bella y dura Todos me llaman gato (1980) o cualquier coleccionista de rarezas encuentra junto a Capucine o John Huston o Woody Strode en El felino (1979). Y así, hasta alcanzar un raro estatus de actriz casi de culto, extremadamente bella, casi siempre alegre y eternamente Margarita en la conflictiva y casi prohibida ¿Pero no vas a cambiar nunca, Margarita? (1978).
Y así, hasta que un buen día de 1983, tras rodar con Mario Camus la serie Los desastres de la guerra, desapareció. No para siempre, puesto que ha vuelto, pero se fue. «Me fui a vivir a Ginebra y estuve trabajando en un banco como jefa de una sucursal. Ninguno de mis compañeros sabía nada de mi pasado y mis hijos tampoco sabían mucho. Sí sabían que había sido actriz y veían que el teatro me interesaba. De hecho, monté varias obras en Suiza, pero no sabían qué había hecho exactamente ni que había sido conocida», dice, feliz de haber sido, de ser y hasta de no ser.
Silvia, nacida en Elche en 1959 con el nombre de Carmen, fue elegida Chica 74 en la radio La Voz de Alicante. Aquel fue su primer contacto con una fama incipiente. «No era un concurso de Miss ni se trataba de salir en bañador en ningún lado. Entonces tendría 14 o 15 años, era jovencísima. Te elegían porque, se supone, representabas a la nueva generación», recuerda, a la vez que precisa. De ahí pasó a la publicidad y de ahí, a la tele. Gracias precisamente a un anuncio que rodó con Jaime de Armiñán, recibió una llamada de Chicho Ibáñez Serrador para participar en el programa obligatorio en todas las casas en España del canal único, el Un, dos, tres…, en sustitución de una joven tan incipientemente actriz como ella: Victoria Abril.
«Es recordar aquel concurso y el que me viene a la cabeza es Narciso Ibáñez Menta, el padre de Chicho. Con él coincidí en El retorno del hombre lobo y recuerdo que en una de las escenas tenía que matarle. Fue muy curioso y raro. El hombre que me había hecho pasar innumerables noches de insomnio por el programa Historias para no dormir y que en mis pesadillas acaba con mi vida de forma recurrente, era ahora asesinado precisamente por mí. Me lo tomé como una dulce y muy divertida venganza«, comenta y se ríe.
Pronto («demasiado pronto, quizá», puntualiza) empezó a ser un rostro recurrente en un cine español capaz de todo. Lo mismo se la podía ver como una de las alicias en la alegoría política, underground y salvaje de Jordi Feliu Alicia en el país de las maravillas (1979), que víctima, en el más amplio sentido de la palabra, de la factoría Iquino. Eran tiempos en los que el cine exploitation patrio se atrevía sin excepción con cualquier cosa: con el terror, con la denuncia, con el pseudoporno, con la simple y evidente sordidez o con todo junto. En aquella época a Silvia se la vio en ¿Y ahora qué, señor fiscal?, de León Klimovsky; en su colaboración con Chumy Chúmez en el papel de la Margarita citada arriba; en uno de las primeras coproducciones internacionales con aspecto de giallo como Tráfico de menores (1978), de Alberto Negrín, o en —su memoria más dolorosa— Trampa sexual (1978), de Manuel Esteba. «De mi trabajo con Chumy en la película que trabajaba con Antonio Garisa, recuerdo que fue una pena. El escándalo lo tapó todo. Aquella fue una producción que por primera vez se atrevía a tratar un tema como el incesto y, pese a la mirada particular del director, resultó demasiado para la época», dice.
Lo de Trampa sexual, sin embargo, fue muy diferente. Quizá su primer gran desengaño. «Me sentí estafada. Tenía una representante que, con tal de ganar dinero, firmaba todo. Venía de rodar en Andalucía con Manolo Escobar y Gracita Morales. De repente, se presenta, me deja un guion y me urge para que me fuera a Alicante puesto que al día siguiente empezaba con otra película. Camino del rodaje me leí el libreto y no daba crédito. ‘Pero, ¿esto qué es?’, me dije. Era la historia de tres mujeres violadas y cada escena no podía ser más explícita. Hay que tener en cuenta que yo era todavía menor de edad y que mis padres habían firmado un poder. Le dije claramente a mi representante que había secuencias que no quería hacer y ella me contestó que ya estaba firmado y que no había nada que hacer… Es el recuerdo más amargo de toda mi carrera. Aquello me marcó moralmente. Hoy día sería imposible que pasara algo así. Sería objeto de denuncia, sin duda. Pero aquellos eran otros tiempos», afirma Aguilar, y lo afirma con la rabia y el dolor aún intactos.
Y sigue: «Era la época del destape. Y tengo que decir que igual que otras compañeras no tuvieron ningún problema, que lo llevaron siempre bien, nunca fue mi caso. Nunca lo quise hacer. Tengo que decir que nunca me obligaron a hacer nada que no estuviera en el guion, pero no, nunca me encontré cómoda. De hecho, jamás rodé una película erótica. Lo máximo que enseñé nunca fueron los pechos. Hacía escenas de cama, pero nada más. Ya en la última época antes de la retirada, lo dejé de hacer».
Sea como sea, ya a finales de los 70 Aguilar era tan conocida como confundida. «Ángela Molina acababa de rodar con Luis Buñuel y me paraban por la calle para felicitarme por ello. Les decía que se confundían, pero no había manera», dice, tras echar la vista atrás y recordarse en las portadas de cuanta revista se editaran en la Transición sobre lo que fuera: sobre cine como Fotogramas o sobre política como Interviú. Participó en la muy improbable coproducción El felino —donde además de los ya citados aparecía la más fugaz de las estrellas de las artes marciales que ha conocido Oriente y Occidente: Joe Lewis— y de ahí, su gran encuentro con Paul Naschy con el que entre 1979 y 1981 rodaría cuatro películas para el recuerdo: Madrid al desnudo, El caminante, El carnaval de las bestias y El retorno del hombre lobo. «He de confesar que nunca he disfrutado tanto haciendo de villana. Me considero una buena persona, pero hay que reconocer que la maldad gusta más y da mejor en cámara», confiesa.
Silvia recuerda el tiempo que pasó de gira con la obra de teatro El Tragaluz, de Antonio Buero Vallejo. Lo recuerda para que quede constancia de una vocación, la de actriz, que sintió por primera vez y de forma irrenunciable con apenas ocho años de edad. «Nunca he dejado de actuar, pese a la retirada de la primera línea», dice. De su larga carrera se queda con el cariño y la profesionalidad de Paul Naschy. Se queda con eso y con la devoción que ha visto reflejada en la cara de todos los fanáticos del fantaterror.
«Una vez me llamaron para participar en un festival. La organización me dijo que sería conveniente que firmara unos autógrafos. Me imaginaba que algún despistado podría querer uno. Cual no fue mi sorpresa cuando, de repente, me encontré con una cola larguísima. Un hombre se me acercó con una copia de El retorno del hombre lobo y me dijo que había hecho 300 kilómetros solo para conseguir mi firma. Estaba convencida de que después de 30 años se habrían olvidado de mí, pero, mira qué cosas«, dice y rompe a reír. El año pasado rodó Bichos muy raros y éste, Un muerto para 3. Las dos cintas con Martí Guarch a la dirección. «Son películas de bajo presupuesto hechas con mucho cariño que me permiten seguir haciendo lo que me gusta, lo que siempre me ha gustado». Silvia Aguilar ha vuelto.