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Los tigres: Alberto Rodríguez bucea con Bárbara Lennie a pulmón libre en las profundidades de un cine aventurero, frenético y muy hondo (****)

Todos los hombres profundos aspiran a imitar al pez volador. La reflexión es de un filósofo, gente de natural honda, que no de un bacalao. Lo abisal, lo sumergido o lo recóndito es, además de orondo, sinónimo de trascendental, reflexivo, importante. Y ahí, la paradoja: solo desde la más turbia y oscura de las profundidades es posible alcanzar algo de claridad, un mínimo de entendimiento. Lo que envidiaba el pensador del pez capaz de alzarse sobre las olas es su capacidad para, al menos un instante, verlo todo desde lo más alto.

Los tigres, la última película de Alberto Rodríguez presentada con todos los honores en San Sebastián, propone nada más que explorar esa bonita paradoja. Es cine de aventuras que aspira a melodrama familiar. Es thriller sin renunciar al comentario social o, apurando, político. Es una inmersión a pulmón libre en la existencia dolida y dolorosa de una gente apasionada con la vida, pero solo pendiente de la muerte.Los tigres, raro título para una película de buzos, es la producción más ambiciosa y honda de un director de natural ambicioso y hasta hondo.

Para situarnos, la película narra la relación entre dos hermanos. Huérfanos para más señas y colegas de una profesión de mucho riesgo: la que les obliga a sumergirse en el mar para arreglar cosas, soldar cosas, cortar cosas y, más en general, hacer cosas. Cosas, eso sí, que rompen cosas y personas enteras. Los buzos, dice el propio director, son un cruce entre fontaneros y astronautas. Los buzos, continúa, son una comunidad hermanada hasta la desesperación donde todos dependen de todos siempre con la amenaza de la misma muerte bien dentro. Un error, por pequeño que sea, es siempre una tragedia. A los buzos de Los tigres los encarnan al límite de sí mismos Bárbara Lennie, primera protagonista en una película de Rodríguez, y Antonio de la Torre.

Ella vive con la esperanza de huir de todo, incluido de sí misma. Él simplemente vive. Ella carga con la responsabilidad de cuidar; él, con la inconsciencia culpable de ser cuidado. Él es el que se sumerge y ella, la que controla los tiempos. No se si queda claro, pero en esta película se bucea, que, en el ideario del director, puede ser considerado una forma de elevarse sobre las olas de lo real como los peces voladores de antes. Esa es la situación digamos existencial de la película y en esa tan anómala como magnética tensión vive toda ella. De repente, Antonio, el irreflexivo de la familia, tiene un accidente. Sus días de bucear se acaban y su propia vida, tal y como ha sido hasta entonces, desaparece. Y así hasta que un alijo de cocaína se cruza en su camino.

Lo que sigue es una película febril en cada uno de sus gestos, inestable y deslumbrada por el tamaño casi ridículo de un hombre o una mujer solos en lo más hondo del océano o simplemente al lado de un petrolero. Rodríguez y su guionista de cabecera, Rafael Cobos, cambian el paso a buena parte de su trabajo anterior, siempre preocupado por las heridas de la historia reciente, pero sin abandonar la meticulosidad casi física, epidérmica si se quiere, de una puesta en escena empeñada en arañar la retina. Los tigres no es tanto una película para ver como, en efecto, sumergirse en ella, y con ella explorar las heridas como precipicios de dos personajes profundamente dañados.

Importa, y enamora incluso, el rigor por el contraste, por la contradicción, por el desafío. Cuenta el director que todo surgió de la contemplación del paisaje imposible que forma el complejo de refinerías, el Polo Químico, que dibujan el skyline del sur de Huelva y aromatizan toda la zona con un sabor acre y salado. Y todo a pocas millas náuticas del tesoro de biodiversidad que es Doñana. Allí, uno alza la vista, y un trenzado de depósitos, tuberías y llamas señalan el lugar de la Ciudadela (o, mejor, Gas Town), el sitio exacto de la civilización en un entorno que se diría idílico y perfecto de marismas, islas imposibles, arena y mar. Mucho mar. «Es un extraño cruce entre dos mundos, el del hombre y la naturaleza. Ese, un lugar que se diría muy cerca del propio paraíso, es, junto a Tarragona, donde más crudo entra de la península», dice el propio Rodríguez todavía con la voz hueca y grave de un buzo.

Y es ahí, en la contradicción de los peces que vuelan, de los buzos que flotan en una estratosfera con gravedad cero, de los paraísos manchados de petróleo, de los dramas eléctricos como thrillers, donde la película se hace grande y se tensa. De repente, surge un Alberto Rodríguez en pleno dominio de una maestría acumulada en décadas con una modestia que emociona.

Sea como sea, Los tigres es solo el primer capítulo de Alberto Rodríguez en un festival que exhibirá también en su recta final la miniserie de Movistar Plus + que adapta el libro-novela-ensayo de Javier Cercas Anatomía de un instante. De momento, irrefutable.

La liviandad de Joachim Lafosse (***) y la gravedad de Arnaud Desplechin (***)

Y como sea que el día iba de contrastes, paradojas, contradicciones y peces que vuelan, la sección oficial se despachó junto a Los tigres con dos películas se diría que opuestas. Las dos en francés (una es belga y la otra de Lyon), pero irreconciliables, tan precisas en sus intenciones como ligeramente solipsistas; es decir, ajenas a nada que no sea su mundo. Joachim Lafosse presentó Six jours ce printemps-là (Seis días de primavera) y Arnaud Desplechin Deux pianos (Dos pianos). La primera es una drama liviano, casi inexistente, sobre una familia que se cuela de okupa (con k) en la casa de lujo de la que es la familia de la expareja de la madre. La segunda es un melodrama grave, gravísimo, sobre la memoria, la música y el amor. Tal cual y sin concesiones. Vistas una seguida de la otra, hay riesgo de colapso nervioso, cuidado.

Lafosse, por empezar por lo fácil, insiste en su cine intenso elaborado desde el cuerpo mismo de sus personajes. Pero esta vez, al contrario que en Un silencio o Un amor intranquilo, todo se dispone al servicio de un ejercicio de cine muy cerca del capricho. Six jours ce printemps-là es exactamente lo que dice el título. La protagonista y sus dos hijos en compañía de su amante se quieren dar un respiro en un situación general mala, que no funciona. Con el miedo de ser descubiertos, pasean, se bañan, toman el sol y se esconden. Y así hasta que alguien les ve. Pero, que no cunda el drama, la cosa no va de eso, sino de lo otro. Y lo otro es el cine entendido como una manera cálida y elegante de retratar el pulso mismo de asuntos como el cansancio, el placer y la esperanza. Se pretende poco, se logra poco, pero todo ajustado a razones. La placidez, sin duda, era esto.

El caso de Desplechin y su Deux pianos, ya se ha dicho, es el opuesto. Ahora se quiere todo. Y a ello se aplica el director de logros como Un cuento de Navidad o Tres recuerdos de mi juventud. Se cuenta la historia de un pianista (François Civil) que, tras recorrer el mundo, vuelve a su Lyon natal. Así se reencuentra con el amor de su vida (Nadia Tereszkiewicz) con que tiempo atrás tuvo una aventura y de la aventura un hijo, y del hijo un trauma pues el marido engañado, por así decirlo, también es el mejor amigo del músico. De esta guisa, el director compone un melodrama en sentido riguroso donde la música sigue los pasos a la tragedia hasta los rincones más oscuros, atormentados e indescifrables de una pasión inabarcable. Suena tremendo y lo es. Me atrevería a decir que lo es aún más. La caligrafía entre simbólica y enigmática del director no hace más que sumar oscuridad a la propia oscuridad, misterio al enigma. Sugerente y desafiante, sin duda, pero tan opaca, tan pendiente solo de sí, que cuesta.

Por cierto, el filósofo de los peces voladores es, claro está, el siempre oscuro y profundo Nietzsche.