Para no perderse y por aquello de no generar más confusión de la que ya hay, conviene dejar claro que en Maspalomas, la última película de José Mari Goenaga y Aitor Arregi (que, junto a Jon Garaño, componen el grupo Los Moriarti), se folla. Es más, de entrada y de la mano de una primera secuencia destinada a dar mucho que hablar, se folla no poco, sino más bien mucho. Dicho así y con la RAE (toda ella) en la mano, alguien podría acusarles y acusarnos de vulgares. De hecho, eso es lo que hace la RAE (toda ella). Antes, eso sí, la RAE (toda ella) hace otras cosas y nos dice que follar en puridad viene de fuelle. También dice algo de accionar un émbolo que, la verdad, no queda claro. Y para rematar el jardín que parece pisar, añade que la cosa es, más que nada, aérea o, mejor, aerofágica. Se sopla por el aparato en cuestión: «el aventador o soplillo», se lee con desconcierto- o, sigue, se «suelta una ventosidad sin ruido». También esto es follar. Luego vienen otras acepciones más o menos inverosímiles y hay que esperar a la cuarta de ellas para que la RAE (toda ella) se decida a lo evidente: «practicar el coito». Deja claro, eso sí, que se trata, ya se ha dicho, de un vulgarismo por no decir simplemente de una vulgaridad. Le cuesta a la RAE tocar el barro, que no el émbolo.
A Maspalomas, no le cuesta. Al revés. Se lanza en picado apenas se apagan las luces y bajo el sol abrasador de las playas de Gran Canaria, el personaje que interpreta José Ramón Soroiz con un arrojo, valentía y emoción fuera de dudas, deja claro que los eufemismos, las palabras a medias o las narraciones fuera de campo están bien para alimentar a los pollos. Y ya. Más que una simple provocación en el más ruidoso de los sentidos, se trata de una declaración de principios. Toda la película, desde el primer al último plano, milita en la sinceridad, en la libertad, en el entusiasmo por lo cierto. Y ahí, en el que es el mejor trabajo de los responsables de películas como La trinchera infinita o Marco, se queda a vivir. Maspalomas es una película de amor, pero también lo es de liberación y, apurando, de resistencia. Sí, en tiempos de recortes de derechos básicos, resistir es algo más que simplemente una opción.
Se cuenta la historia de un hombre mayor, digamos viejo, que, después de salir del armario contra y a pesar de todos, se ve obligado a volver a él; es decir, se ve de nuevo forzado a esconder su condición de homosexual como tiempo atrás, pero peor. Tras sufrir un ictus y sin recursos después de separarse de su última pareja, al protagonista no le queda otra que volver a la ciudad natal de la que huyó y recluirse en una residencia donde ser gay no parece una opción. De repente, vuelve todo. Todo lo malo. Vuelve el pasado, vuelve la hija (una Nagore Aranburu tan descomunal como siempre) que nunca aceptó la revolución personal -llamémoslo así- de su padre, vuelve la propia muerte disfrazada de la tradición, la cultura y la moral que ahora, por lo visto, se lleva en las encuestas.
Los directores con nombres de centrales del Athletic optan por desnudar a la pantalla de atajos, pero sin renunciar a ese lirismo casi naif y resplandeciente que preside su cine desde Loreak y más atrás. Es una cuestión de ritmo. Si la entrada en la película es tan clara y deslumbrante que abruma, poco a poco el relato adquiere matices, sombras, profundidades y dramas. Los dramas de Maspalomas son plurales. Unos son graves, frontales y hasta duelen; otros son más bien tibios y dan algo de calor, y los últimos resultan tan fríos que cortan. Lo que no hace nunca Maspalomas es buscar acepciones donde no las hay ni entregarse a circunloquios por aquello de no molestar. Ya se ha dicho, aquí se folla, pero de follar, que no de fuelle. Y ya por esa toma de postura del lado de la verdad, la película está completamente a salvo.
Cuentan los directores que por el camino de la producción les asaltaron mil dudas que tenían más que nada que ver con el propio sentido de dudar. «¿Por qué aceptamos que la gente de más de 70 años no puede tener sexo? ¿Qué es eso de que la libido desaparece con la edad? ¿Por qué cuesta tanto ver representado el sexo con una apariencia mínima de verdad? ¿Por qué insultamos a los viejos tratándoles siempre con condescendencia? ¿Qué barbaridad es esa de resumir a todos los viejos en el concepto «nuestros mayores»?», dicen uno y otro de forma alternativa, que no a la vez. O casi sí. No es que se hagan todas las preguntas de golpe. Es más bien que quieren, y por eso su película, que cada pregunta suene, parezca y hasta sea un golpe.
Jose Mari, que firma el guion, empezó a pensar la película cuando viajó una vez a Maspalomas y cayó en la cuenta de que el sitio era «mucho más que simplemente un destino turístico gay». «También se respira un aire de libertad sugerente, nuevo y hasta extraño. Pensé que era un buen argumento para una película, pero sin saber muy bien cómo. Luego leí en algún lado lo que significaba para algunos mayores volver al armario cuando se veían en una residencia y me pareció que no solo era una historia increíble, sino también una metáfora cruel de este tiempo en el que se pierden derechos». A su lado, Arregi le da la razón y reflexiona sobre las afrentas y los tabúes de una sociedad obsesionada con asuntos como la juventud o el consumo. «Lo que parece claro es que ser viejo y ser homosexual siguen siendo estigmas. La gente mayor no aparece en los anuncios, no se la ve, no existe. Solo aparece para ser infantilizada y tratada con una condescendencia algo humillante», añade.
Quién sabe si Maspalomas, como antes que ella y salvando todas las distancias La ley del deseo, de Almodóvar, logrará lo que de tanto en tanto logra el cine, el cine cierto: abrir un hueco no tanto en la conversación, que también, como en la propia mirada del espectador. Eso y que la RAE (toda ella) cambie el orden de las acepciones. Follar es follar, lo demás es perder el tiempo en fuelles, émbolos y, lo peor, estigmas.
