«Nada nos preparó para ello, todo nos preparó para ello». Las palabras premonitorias del fotógrafo Wolfgang Tillmans, el último en exponer sus obras en el Centro Pompidou, cobran todo su sentido en el arranque del otoño parisino. El emblemático Beaubourg, que tiene algo de «palacio de las tuberías» azules y rojas, cierra durante cinco años sus puertas para «limpiarlo» de amianto, atajar la corrosión y disminuir su huella de carbono, que no es poco.
A punto de cumplirse los 50 años de su inauguración en 1977, el edificio concebido como «una utopía arquitectónica» por los entonces casi desconocidos Renzo Piano y Richard Rogers será inscrito próximamente como «monumento histórico» (algo insólito para una construcción moderna), mientras duran las obras de «puesta al día» para el siglo XXI, presupuestadas en 448 millones de euros.
«¿Son ustedes conscientes de que este edificio vivirá 500 años?», preguntó el presidente George Pompidou a los intrépidos arquitectos del «proyecto 493» (de los 680 que se presentaron a concurso) tras ser seleccionados por el jurado, compuesto, entre otros por Jean Prouvé, Oscar Niemeyer y Philip Johnson. El propio Renzo Piano recordaba estos días cómo se felicitó al comprobar que el Beaubourg -con todas sus conducciones y elementos funcionales volcados hacia el exterior para liberar el espacio interior- aguantó en pie los primeros seis meses, aunque tardó más o menos diez años en capear las críticas y ser aceptado como parte integrante del barrio que le acabó prestando su nombre.
«El Beaubourg es feliz», reconoce el arquitecto italiano a la revista Artbasel, no sin antes reconocer que el icono de la arquitectura high-tech, por el que han desfilado todos los años más de tres millones de visitantes (superado tan solo en París por el Louvre y el museo de Orsay), necesitaba a todas las luces una renovación para poder seguir surcando las aguas turbulentas del arte y estar a la altura de la competencia (la Fundación Louis Vuitton y la renovada Fundación Cartier).
Piano recuerda cómo los imponentes transatlánticos que recalaban en su Génova natal le sirvieron de lejana inspiración para la «gran máquina urbana» del Beaubourg, que irrumpió como una ola en el mar de tejados de zinc del París haussmaniano. Y mientras dura la «metamorfosis» interior y exterior -encomendada a los arquitectos Nicolas Moreau, Hiroko Kusunoki y Frida Ecobedo– el Centro Pompidou zarpa simbólicamente a la conquista del mundo tras haber tocado puerto en lugares tan dispares como Málaga o Shanghái.
La próxima parada será Seúl en el 2026, y en el 2027 está prevista la apertura del Centro Pompidou en Paraná, diseñado por el arquitecto Solano Benítez en la «triple frontera» (Brasil, Paraguay, Argentina) y a tiro de piedra de las cataratas del Iguazú. En el horizonte del 2030, superadas aparentemente las dificultades con la autoridades locales, despunta también la primera pica de la institución parisina en territorio norteamericano, concretamente en Jersey City, a la sombra de Manhattan.
En Francia, el Centro de Pompidou de Metz recoge en los próximos cinco años el testigo, al tiempo que el recién renovado Grand Palais abre sus puertas a algunas de las colecciones de arte moderno y se anuncia una colaboración inédita con el Louvre con la exposición L’Objet ou Histoires d’Objet, con obras de Picasso a Marcel Duchamp. Con el programa Constelaciones, el centro se propone llegar hasta el último rincón de Francia y su «expansión» europea pasará por Madrid y Barcelona, con una exposición dedicada a Henri Matisse y programada por la Fundación Caixa.
«Somos probablemente el mayor prestamista de arte mundial, con 6.000 o 7.000 obras por año de una colección estimada en 150.000», se jacta el presidente del Centro Pompidou, Laurent Le Bon, que ha logrado acallar el clamor del mundo de la cultura contra el cierre durante cinco años de del Beaubourg. «Todo cambiará para que nada cambie», recalca el máximo impulsor de la «metamorfosis» en declaraciones a Le Figaro.
Le Bon advierte que la «factoría» concebida hace medio siglo por Piano y Rogers como un anti-museo seguirá siendo fiel a su espíritu abierto y multidisciplinar, con un renovado protagonismo de su celebrada biblioteca y un espacio privilegiado (en el cuarto o quinto nivel, aún por decidir) dedicado al Taller de Brancusi, con más de 200 obras del escultor rumano: «Es nuestro equivalente a la Mona Lisa, y va a ser matriz de la lectura de todas nuestras colecciones».
Consciente de la inquietud que el «cerrado por obras» ha despertado en el todo el bario, Le Bon aspira a que la renovación de Beaubourg sea «un acto cultural en sí mismo», con un perímetro abierto para visitar la construcción y el uso ininterrumpido de la plaza para la celebración de eventos culturales para hacer más llevadero le inmenso vacío.
