Deleuze reclamaba una pequeña gran revolución para el pensamiento del porvenir. Ya está bien de definir lo otro, lo distinto, como la negación de lo igual, decía. En el nuevo tiempo digital en el que todo es simulacro, la identidad no puede ser más que un espejismo. De otro modo, el principio para conocer quiénes somos en el tiempo que vendrá debería ser lo disímil, lo cambiante, lo especial, lo único. Filósofo y francés como era, Gilles Deleuze hablaba casi a tientas, en hipótesis creativa, por indicios incluso. Lo que no imaginaba es que alguien mucho antes que él, y además español, había ofrecido su cuerpo en sacrificio para cumplir con el programa de esta filosofía del futuro. Hablamos de un hombre que ni siquiera lo fue siempre. El intersexual Florencio Pla Meseguer, así se llamaba cuando murió en 2004 a la edad de 84 años, fue Teresa al nacer, luego Teresot, más tarde se hizo apodar Durruti en sus tiempos de maquis, también se le conoció como el Terror del Caro y finalmente alcanzó el tamaño del mito popular como La Pastora. En realidad, fue y no fue, fue realidad y leyenda, fue mujer y hombre, fue lo que quiso ser tras ser lo que le dejaron ser, fue esencialmente distinto.
Els mals noms (Los malos nombres), de Marc Ortiz, se hace cargo de todo lo anterior y, en sintonía, debuta como director con una película empeñada en ser tan diferente y trágica a la vez. Como el personaje que retrata. «En verdad, la película es casi un asunto personal. Me crié por las mismas calles por las que corría La Pastora, jugaba en los bosques donde se escondía y mi abuela, que es quien me lega su historia, cuando me reñía o hacía algo mal me amenazaba con que La Pastora vendría a por mí. Es más, según me cuenta, mi abuela llegó a ser su modista, la que le arreglaba sus ropas», dice el director para alejar de él y de su trabajo el aroma (o tufo, como se quiera) a tesis doctoral. En efecto, la película, ya se ha dicho, es sobre todo experiencia tan íntima como, a su modo, autobiográfica. O casi.
Protagonizada por Pablo Molinero con una contundencia casi montaraz (de niño y de joven son Adrià Nebot y Álex Bausá los que lo encarnan), Els mals noms discurre por la pantalla tan fracturada como su héroe en cuadros casi impresionistas. Cada uno se hace cargo de uno de los nombres. Siempre distintos, siempre hirientes. No es tanto biopic histórico, aunque un poco sí, como un soberbio y extremadamente intenso relato roto sin más narrativa que su negación. El formato de la pantalla cambia, se rompe, en un esfuerzo por reflejar la psicología del personaje desde el estrecho espacio, casi cuadrado, que constriñe el rostro, el cuerpo y hasta el alma de La Pastora, hasta las proporciones panorámicas asociadas a su liberación, a su reconocimiento, al éxito de ser quien quiere ser.
La historia es conocida. La Pastora fue un niño intersexual que sus padres decidieron nombrar como mujer para evitarle, entre otros problemas, el servicio militar. La distancia entre lo que podía ser en un mundo rural perfectamente reglado, sometido a normas que se antojaban inmutables y sin espacio para el disenso, y lo que era realmente le colocaron del lado de lo abominable, de lo innombrable incluso. Apenas fue a la escuela y la forma de evitar cruzarse con nadie fue refugiarse (allí lo mandaron vestido de mujer) en el monte con el ganado. Cumplida la Guerra Civil, el nuevo régimen no hizo más que añadir humillación y dolor a su condición de distinto. «Su diversidad fue perfecta para construir desde el franquismo un relato donde lo diferente era automáticamente asimilado como lo ilegal, lo perverso, lo incorrecto, lo enfermo… todo lo malo en definitiva», comenta didáctico el director. El maquis, como la única forma de rebelarse contra los que le oprimían (a él y a todos) y revelarse como lo que deseaba ser, se convirtió en su destino.
Rodada en las comarcas de Els Ports y Baix Maestrat de Castellón, y en las de Montsià, Terra Alta y Baix Ebre de Tarragona (es decir, donde vivió Florencio), la película avanza por la pantalla como una interrogación, siempre pendiente de la incomprensión y el miedo que configuran el único espacio de imposible identificación del protagonista. Así, Els mals noms es en ocasiones aventura, a ratos drama bélico y cuando puede melodrama de identificación, libertad y hasta deseo, que es de lo que se trata. Bien es cierto que al riguroso ejercicio de Ortiz le puede por momentos la prudencia y, en la voluntad nada oculta de no juzgar nada ni a nadie, se antoja algo estática en su perfección técnica, en su virtuosismo fotográfico tan cerca del tenebrismo.
La Pastora fue capturado en 1960. La autoridad franquista le atribuyó crímenes horrendos en los que nada tuvo que ver y fue condenado a muerte. Con posterioridad se le conmutó la pena máxima por 30 años de prisión. Cumplió 17 años de condena hasta que en 1977 le alcanzó la amnistía general. En 2004 falleció como Florencio. Para siempre. Para su liberación, para la leyenda y hasta para Deleuze.
