Hace una década, Donald Trump bajó las doradas escaleras mécanicas de la torre que lleva su nombre en Nueva York, saludó a derecha e izquierda (ahora brazo en alto, ahora pulgar hacia arriba) y esperó a que acabase el Rockin’ in the Free World de Neil Young para anunciar al mundo que se metía en política de veras. Tras varios tanteos infructuosos con independientes o grupos liberales, quería ser el candidato del Partido Republicano a la Presidencia de los Estados Unidos de América. Aquel día, pronunció una frase para la Historia: «Vamos a hacer que nuestro país vuelva a ser grande de nuevo».
Desde entonces, el «Make America Great Again» (o MAGA, por sus siglas) se ha consolidado como una ideología en sí misma, una especie de alien alojado en el cuerpo de la formación conservadora que amenaza por reventarlo desde entro. Es complicado encontrar ahora un vago recuerdo apenas de lo que el partido fue, de lo transformado que está. Aún funciona, gana, manda y mientras siga siendo así, la nueva familia populista y ultraderechista estarán llevando las riendas. La duda es si los aires trumpistas cambiarán su naturaleza para siempre o hay camino de vuelta, en un periodo en el que las derechas clásicas se vuelven extremas, como sus buena parte de sus sociedades.
La transición republicana no es nueva, hay ideas radicalizadas desde los años 80 y en los 2000 alcanzaron una nueva cota de influencia con el Tea Party, pero con Trump todo se ha acelerado y agigantado. El presidente ha primado a gente de su absoluta confianza y, por ello, correligionarios acérrimos, desplazando al stablishment del partido. Le ha dado igual la experiencia o el conocimiento o los avales. Con él, se puede pasar de sacar menos de un 1% de votos en una elección a congresista a fontanera del partido, siempre que hagas manifestaciones con el lema «Trump, sálvanos» y apoyes el asalto al Capitolio. Amy Kremer subió así, sin más méritos, y hoy hace y deshace en el Comité Nacional Republicano, por ejemplo. «Todo por nuestro guerrero MAGA», grita la beneficiaria.
Como ha quedado de manifiesto en las distintas Convenciones Nacionales Republicanas, que son una especie de congreso de los conservadores, desde que está Trump se ha borrado la estructura original de la formación primando a los activistas de base, reflejando ahora su nacionalismo radical. Los nuevos altos mandos dicen que no es una venganza sobre los restos de una fuerza gastada, fundada en 1854, sino un «renacer» necesario ante los cambios económicos, las debilidades del Gobierno federal o el papel perdido de EEUU en el mundo.
«Su afinidad es profunda con Trump y no hay apenas espacio para la disidencia, pero esto supera la figura del presidente. Hablamos de una ideología que se estaba consolidando y que ha encontrado en él el referente, el empuje, pero que no se frenará si él falta. No es sólo carisma, es extrema derecha», avisa el americanista Sebastián Moreno. Una de sus preocupaciones, aparte del radicalismo al alza, es que hay una «relación fluida entre la Casa Blanca y la maquinaria del partido como no se ha visto antes, incluso mejor que durante el primer mandato de Trump», entre 2017 y 2021, lo que puede «difuminar las fronteras de dónde acaba el interés partidista y dónde empieza el interés público, de servicio a los ciudadanos», ya de por sí, asume, «débiles» en la política actual.
El presidente del Partido Republicano de Nevada, Michael McDonald, el más veterano al mando de un estado, es uno de los que se ha ido transformando hasta enseñar la cara más inclinada a la derecha, uno de los tapados que celebran la muda de piel. En la Convención Nacional Republicana del pasado agosto, reconoció en público de cómo «había gente dentro del Partido Republicano que hacía la vida imposible» a los afines a Trump hace años, por ejemplo por los los procesos judiciales contra el mandatario o su insistencia en decir que hubo fraude en la victoria de Joe Biden. La carcajada que soltó después da cuenta del regocijo que hoy tienen los que han ganado, los que se han impuesto, porque ahora no hay margen para que maniobren los antiguos, porque entre oportunas jubilaciones, despidos y ostracismos poco queda de entonces.
Cuesta recordar que el hoy secretario de Estado, Marco Rubio, fue senador por Florida y uno de los rivales de Trump en las primarias de 2016. En aquella campaña, calificó a su oponente de «estafador». En la convención de ese año, otro candidato, el senador por Texas, Ted Cruz, ignoró el protocolo al no respaldar explícitamente a Trump. Hoy los dos siguen en sus puestos o lo han mejorado, porque han claudicado: ni han vuelto a presentarse a primarias ni le han afeado las políticas al presidente. Ni siquiera en los cuatro años de travesía del desierto que se merendó al pasar a la oposición. «Ha anulado prácticamente la disidencia», expone el sevillano.
Sólo ‘believers’
La ruptura inicial de Trump con el partido pareció ser un lastre tras su victoria sobre la demócrata Hillary Clinton. Como ajeno a Washington (es neoyorquino total), no tuvo más remedio que construir un Ala Oeste y un poder ejecutivo que incluyera a muchos republicanos, pese a que no eran verdaderos believers o creyentes. Su primer jefe de gabinete, Reince Priebus, dirigió el Comité Nacional Republicano (RNC, por sus siglas en inglés) durante la campaña presidencial de Trump y había tratado con figuras influyentes del partido que querían bloquear su nominación. Lo veía como lo que era, un outsider que entraba en una formación centenaria como un elefante en una cacharrería.
La primera presidenta del RNC de Trump fue Ronna Romney McDaniel, sobrina del candidato republicano de 2012, Mitt Romney, quien había advertido públicamente sobre los riesgos de la elección de Trump. Aún tuvo que aguantarla un tiempo, pero en cuanto pudo coló a una joven presentadora de televisión llamada Lara en su puesto. Sin experiencia, sin gestión, pero esposa de su hijo Eric.
Durante su mandato, sin embargo, Trump se apoyó en su capacidad para controlar los ciclos informativos y las narrativas y los relatos (eso incluye los «hechos alternativos») y, poco a poco, ignoró en gran medida la mecánica del partido. Ni siquiera participó activamente en la campaña de las elecciones de mitad de mandato de 2018, en las que los demócratas recuperaron la mayoría en la Cámara de Representantes. Todo un gesto de desdén.
Con el paso de los días, surgieron nuevas caras afines a Trump, que se consolidaron a sus ojos, en las que empezó a confiar. El relevo estaba en marcha, sentando las bases a largo plazo, para el poder que tiene hoy. «Gente leal como los asesores Steven Bannon y David Bossie, o Susie Wiles, que hoy es jefa de gabinete de la Casa Blanca, ayudaron junto a otros a construir la infraestructura a nivel estatal y a reclutar candidatos para el liderazgo del partido en todo EEUU, con puestos en el RNC y cargos locales. Otros recién llegados surgieron por su cuenta, inspirados por Trump», indica.
Supo jugar la carta, también, «del desencanto y el descontento» de esa parte más derechista del partido, que se sentía «frustrada por lo que entendían que eran límites impuestos por la corrección política». Entre ella había mucha gente relativamente joven que ha saltado. Y también ha sido «eficaz» en la «persecución ejemplarizante» de los que sacaban la patita: recuerda haber visto a la republicana más destacada de Wyoming, la entonces congresista Liz Cheney, liderar el comité de la Cámara de Representantes que investigó el ataque al Capitolio del 6 de enero de 2021, con un talante crítico contra su propio líder por alentar el mayor ataque a la democracia en la historia del país. ¿Y dónde está ahora esta señora, que era la hija del exvicepresidente Dick Cheney, muerto justo esta semana? «Perdió las primarias republicanas con toda la maquinaria en contra y en 2024 apoyó a la demócrata Kamala Harris en las elecciones. No hay otro lugar», dice.
En el extremo contrario está el vicepresidente estadounidense, JD Vance, que une esa doble vertiente ejecutiva y partidista, porque está hundido hasta las cachas en los dos proyectos, siendo el principal cauce entre ambos. Además de ser el número dos de Trump en la Casa Blanca, preside las operaciones financieras del Comité Nacional Republicano, por lo que de él depende el aparato de recaudación de fondos del partido. Es clave. Todo pasa, al final, por él. En su primer mandato vio lo que necesitaba. Ahora lo ha aplicado, con rodillo. Ya no admite consejos ni dedos levantados. Sólo lealtad y ejecución y Vance, en eso, demuestra ser una elección de primera, lo que también da cuenta de sus posibles aspiraciones de futuro a la Presidencia de EEUU. Rubio podría ser otro de los nombres, porque se quedó con las ganas en el pasado.
En 2019, un grupo de republicanos críticos fundaron The Lincoln Project, un proyecto antiTrump con el que querían evitar su reelección y que, desde entonces, hace de Pepito Grillo de los conservadores, una especie de voz de la conciencia sobre lo que se está perdiendo o alterando. Ellos, en sus comunicados, tienen claro que con figuras como la de Vance esta corriente va a continuar. «Cuando Trump se vaya, su mancha permanecerá sobre los republicanos, que se doblegarán ante sus sueños fascistas», avisa de cara a las elecciones de 2028.
Quedarán, para entonces, aplastados principios fundacionales del republicanismo, lo que hizo que fueran llamados «conservadores»: el empeño en conservar la separación de poderes, la Constitución y la Declaración de Independencia y las libertades individuales. Los seguidores de Trump siempre encuentran un argumento para justificar por qué se saltan al Congreso en la toma de decisiones, se presiona a la Justicia o se pisan competencias de las administraciones o se ponen en tela de juicio las leyes electorales.
Tras el asesinato de Charlie Kirk, el pasado septiembre, multiplicaron esa advertencia, sobre todo después de que Trump dijese en su funeral que él sí odiaba a sus oponentes, a esa izquierda a la que culpó de la acción de un solitario. «Trump nunca ha pretendido ser un líder para todos los estadounidenses, como la mayoría de sus predecesores, y lo ha confirmado. Cuidado con el sectarismo», denuncian.
Para el Project, lo más duro es que levantar la voz se ha convertido en una «traición», cuando siquiera se pide «respetar la ley» como mínimo de gestión. Se duelen de que Trummp fuese apoyado cuando fue condenado, convirtiéndose en el primer presidente de EEUU convicto, algo impensable en el pasado. Ya se vio, por ejemplo, cómo se acabó marchando Richard Nixon por el escándalo del Watergate. «El Partido Republicano actual es fruto de un árbol envenenado. Trump ha corrompido por completo todas sus ramas. Sus principios organizativos centrales son la impunidad y el desprecio por el estado de derecho, características que siempre y en todas partes han sido propias del despotismo», resume en The Guardian Sidney Blumenthal, exasesor de Bill y Hillary Clinton, en una tribuna en la que cristalizó una etiqueta que ha tenido recorrido, la del «partido zombi», con un enfoque mercenario en el que sólo vale ganar.
A cuadrarse… pero sin armonía
A lo largo de este año de mandato de Trump, especialmente, la unidad del lema «Estados Unidos primero» ha superado cualquier desacuerdo catastrófico. Porque es demasiado bueno como para ponerse en contra sin pagarlo, entienden los republicanos de hoy. Sin embargo, la lealtad al presidente no significa que exista una armonía completa entre sus compañeros. Una cosa es taconazo y a cuadrarse y, otra, lo que pasa por ciertas mentes.
«Aunque la criba ha sido enorme, algunos republicanos aún prefieren la ortodoxia conservadora en materia de comercio global y alianzas internacionales, por ejemplo. Entienden que los aranceles sólo encienden los mercados y repercuten en el bolsillo de los ciudadanos y que es mejor mantener buenas relaciones con aliados estratégicos e históricos, como la Unión Europea (UE), que quemar puentes, como hace el presidente. Pero por ahora no hay hundimiento económico como se auguraba y Bruselas está pasando donde quiere la Casa Blanca, también en materia defensiva, por lo que los argumentos proTrump se ven reforzados», indica Moreno.
Trump conecta con el descontento del electorado ante una economía desigual y una gloria pasada por recuperar, por lo que se ven esas posturas drásticas como «justas y necesarias». Al final, eso acalla voces internas. Aún así, en los últimos meses, los republicanos más críticos se han dejado escuchar sobre todo en tres puntos: los recortes de la Administración, la presencia de tropas de la Guardia Nacional de Estados Unidos para ayudar en grandes ciudades al arresto de migrantes y el caso Epstein, sobre el que reclaman a Trump la claridad que prometió en campaña.
En el primer caso, entendían como necesario un reajuste en los gastos, pero no el desmantelamiento que se está llevando a cabo, con miles de despidos y desaparición de oficinas, de Educación a USAID y Acción Exterior. Además, creen que la deuda nacional se dispara con las exenciones a los más ricos. Sobre la militarización de las calles, algo que debería ser excepcional, sí se alinean con que hace falta más mano dura contra los sin papeles, pero denuncian que se extralimitan en su tarea de vigilar que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) haga su tarea, con intimidaciones y violencia y colándose en materias que son de los municipios y de los estados.
Sobre el pedófilo que fue amigo íntimo de Trump, exigen que se conozcan los nombres de quienes abusaron de niñas en sus mansiones y aviones y que se aclare el papel del magnate en todo esto. Son puntos de fricción que siguen abiertos, con menos sordina de la que querría el presidente.
Los viejos republicanos se quejan también de la hostilidad de Trump a determinados intereses empresariales, la radicalicación de la postura contra el aborto -asentada desde hace años en sus filas- o el viraje en la dinámica de ayuda a Ucrania en su invasión por parte de Rusia: la Casa Blanca ha llegado a congelar las ayudas y los flujos de inteligencia, a culpar a Kiev de la guerra y a ridiculizar a su presidente, Volodimir Zelenski, en el Despacho Oval. Las cosas han ido cambiando algo con los meses, vista la nula voluntad del mandatario ruso, Vladimir Putin, en negociar seriamente.
El choque más reciente entre Trump y las reliquias republicanas es el cierre de Gobierno que arrastra el país, que ya es el más largo de la historia. «Los republicanos tienen que endurecerse. Si acabamos con la obstrucción parlamentaria, podremos hacer exactamente lo que queramos. No vamos a perder el poder», dijo el programa 60 Minutes de la CBS, el pasado 3 de noviembre. Al mandatario no le gusta que se negocie con los demócratas, que reclaman más medidas sociales como la cobertura sanitaria para los menos ricos para levantar dicho cierre. Trump no quiere ni hablar con la oposición y pide a los suyos que se salten esta tradición parlamentaria y vayan a por todas: a comerse el filibusterismo.
Cuidado, que también hay diferencias en el seno de MAGA. Hay quien defiende un programa ultraderechista pero menos empapado de religiosidad, porque entienden que eso interfiere en la gestión y resta votos de otras confesiones. Otros, que Dios va primero y por encima de todo, como dijo el propio Trump tras sobrevivir a un atentado en julio de 2024: «Dios me ha salvado, para que yo salve a Estados Unidos».
Y también hay visiones distintas en cuanto a un tema tan espinoso como Israel: Axios habla de «guerra interna» ya abierta sobre si hay que apoyar a Tel Aviv por encima de todas las cosas o alejarse de los judíos. Pesan «los estereotipos sobre la supuesta influencia desproporcionada de los judíos en EEUU» y hay quien se opone a ella. Figuras que lo han dicho en público están ahora en la picota, entre defendidas y canceladas, porque no hay una postura común al respecto. El mensaje de las alturas -o sea, de Trump- es intentar pasar de ello por ahora y centrarse en dar la batalla contra lo woke, que le resulta más rentable, como se va visto incluso entre clases populares que antes eran votantes demócratas.
Lo que sienten los ciudadanos
Peleas y amistades aparte, queda lo ideológico. ¿Qué es MAGA para los norteamericanos? ¿Por qué votan a los republicanos en esta nueva senda o por qué dejan de hacerlo? El University of Massachusetts Amherst Poll, uno de los centros demoscópicos más destacados del país, desveló una encuesta el pasado julio en la que preguntaban a los ciudadanos qué se les venía a la cabeza al escuchar el lema de Trump. En su momento, al presentarlo, el presidente dijo que suponía «más empleos, más industria y más fuerza militar».
En líneas generales, sus partidarios republicanos avalan esa mirada, al igual que rechacen que se tilde de extrema. La ven lógica, en cambio. Entienden que MAGA es querer renovar la economía, ganar en poderío militar y retomar valores «tradicionales», de ahí el ataque, por ejemplo, a los transexuales o la defensa de los dos géneros. Las respuestas, abiertas y sintetizadas con la ayuda de la inteligencia artificial, comparan el «Make America Great Again» con el equivalente al sueño americano, al orgullo nacional, el dólar sólido, la autosuficiencia y, en fin, todo lo que hace que EEUU sea una superpotencia. También inflexibilidad con los inmigrantes sin legalizar y recorte de ayuda exterior.
Si se le pregunta a los votantes demócratas, es otro planeta: entienden que MAGA es un rodillo de supremacía blanca y amenazas para la democracia, una manera de mantener el estatus de los poderosos de siempre, que restaura privilegios del pasado, que socava los derechos de las minorías y los marginados y retrocede décadas en su lucha, impregnado de cierta nostalgia y culto al líder -autoritario, dicen-.
El sondeo es un ejemplo transparente de la polarización del país y, también, de cómo se ha normalizado una manera de ver y hacer la política combativa, sin inhibiciones, que sortea algunos principios democráticos desde el autoritarismo y se aferra al populismo económico y al aislacionismo, sin descalificación o escarnio. Los republicanos de hoy no parecen interesados en recuperar la confianza de otro tipo de votante, sino persistir en los que hoy entronan a Trump, por más que esté en horas bajas y se haya llevado un triple revés en las elecciones del martes pasado. La derecha se ha cuidado mucho de señalar a Trump por esa derrota. Buscando culpables, los líderes del partido responsabilizan a sus candidatos, al cierre del Gobierno y a un mensaje económico débil. ¿El presidente? Nunca.
«Este es el movimiento político más exitoso de toda la Historia del país», defiende Trump. Nada que cambiar.
