Son las 9.22 de la mañana y de la megafonía del avión surge una voz mécanica: «El embarque ha concluido». En ese preciso instante, sin inmutarse, aparece Diego Ibáñez por el pasillo para ser el último pasajero del vuelo matinal de Iberia que conecta Madrid con Londres en tomar asiento. La capital inglesa es el escenario elegido por los miembros de Carolina Durante para iniciar una gira europea que debería haber arrancado en mayo y que la rodilla rota de su cantante obligó a retrasar hasta un lunes de noviembre.
«Un puto lunes, tío, qué energía se puede tener un lunes«, se quejará el vocalista de la banda a su llegada al aeropuerto de Gatwick. Ese lunes se cerrará con unas cervezas en un pub londinense tras un concierto en el que unos 700 expatriados españoles saltarán como locos, llorarán a lágrima viva y gritarán a coro mientras el cuerpo sudoroso de Diego se desliza sobre sus manos en alto al ritmo de Las canciones de Juanita. «Joder, qué subidón», dirá el cantante al bajarse del escenario y pisar el camerino. Pero ya llegaremos ahí. Porque es en la cabina del avión de Iberia donde empiezan estas 15 horas de viaje por Londres con Carolina Durante.
Cuando se presenta el comandante del vuelo, Valerio Lazarov -sí, el hijo del histórico productor televisivo-, Diego ya duerme en su asiento. Y lo mismo hacen sus compañeros de banda: Martín Vallhonrat (bajo), Juan Pedrayes (batería), Mario del Valle (guitarra) y Julen Alberdi (guitarra y último refuerzo del grupo). También su tour manager, Adrián, y los dos técnicos de sonido, Carlos y Sardi. Ese es el equipo, que dos horas y media del calma aérea después, aterriza en Gatwick, pasa el control de pasaportes y espera a que sus cuatro cofres cargados con cables y mesas de sonido y sus maletas aparezcan por la cinta mecánica. Y ese es el momento de la frase de Diego: «Un puto lunes, tío, qué energía se puede tener un lunes».
Por el momento, la suficiente para cruzar el aeropuerto, adentrarse en el párking y esperar a las furgonetas que nos trasladen hasta la ciudad. En esa espera, Juan desenfunda su kyocera samurai analógica y a puro fogonazo de flash se dedica a tirar fotos a todos los presentes -al final del día la cámara marcará que se han hecho más de 40-. «Esto es la polla, tío. Una reliquia que te cagas». Pero la foto que todos esperan tiene al fotógrafo de protagonista. «Quítate el gorro y ponte ahí», le pide Diego. La escena es algo así: un chaval teñido de un naranja intenso, apoyado en un carrito que porta unos cofres en otro tono de naranja, cargando con una mochila con una tercera tonalidad del mismo color. Y las risas duran hasta que las dos furgonetas hacen su aparición.
Una para cuatro integrantes del grupo -Diego, Juan, Mario y Julen- con su manager. Otra para Martín, los dos técnicos de sonido, periodista y fotógrafo. «Que conste que si ahora digo algo que no debo, es culpa suya por dejarme solo contigo», se defiende el bajista del grupo, que durante la hora y cuarto de viaje se sumerge en una conversación a cinco bandas que salta de los mejores bolos de la banda en el último año a la dimisión de Carlos Mazón -que se acaba de anunciar- hasta llegar a las rupturas de grupos pop españoles de los últimos meses -Cariño, Shego…-. «A mí estas cosas me dan pena, me joden, la verdad. No es fácil tener una banda y creo que hay que saber manejar muchas cosas para aguantar. Y nosotros, aquí, camino de 10 años», deja caer el músico cuando la furgoneta encara las últimas calles antes de llegar al hotel.
[Ahora, un parón de un par de horas que unos aprovechan para irse a comer y otros, para recuperar horas de sueño después del madrugón]
Son las cuatro de la tarde y una puerta garabateada con grafitis y pegatinas superpuestas sin ningún orden sirve de entrada a un antiguo almacén ferroviario en el barrio de Shoreditch, una zona al este de Londres que durante años fue escenario de raves de electrónica y salas de concierto para bandas emergentes que apenas se mantienen ya. En su interior, una enorme cúpula de ladrillo bajo la que se apiñarán en unas horas unas 700 personas y un minúsculo escenario en el que difícilmente pueden caber los cinco integrantes de Carolina Durante con sus instrumentos. «Me voy a tener que subir encima de Mario para tocar, no me jodas», protesta Julen mientras Sardi y Carlos se afanan por encajar los altavoces, los sintetizadores, las pedaleras, los propios instrumentos… «No seas quejica, esto es la vuelta al rock and roll», le rebate uno de los técnicos.
De acá para allá anda Martín buscando una cinta para cubrir sus muñecas. Mario, a la puerta del local, fuma acompañado ahora por Julen. «Es cojonudo tocar en festivales con miles de personas que están ahí viéndote, eso también es que el grupo crezca, pero es que esto tiene otra épica. Es difícil de explicar, pero no sabes lo que es sentir a la gente ahí cerca. Eso te da energía aunque sea un lunes», detalla el guitarrista entre caladas antes de que los cuatro integrantes presentes -falta Diego- empiecen a probar sonido con Tempo 2. Y, en ese momento, en mitad de la sala vacía, se presenta un Diego inmóvil. «Eso qué coño es, suena fatal», suelta cuando Julen se pone a probar distintos modos en su guitarra hasta llegar a la acústica. Y no es hasta el final, casi una hora y media después, que se sube al escenario para en dos minutos dar por probada su voz.
«Creo que ya podemos ir a tomar una cerveza, ¿no?», anuncia el cantante dando por terminada una prueba hasta la que han ido llegando algunos colegas -la actriz Carla Díaz, entre ellos-. Y, en la sala, ya solo quedan los dos técnicos y el tour manager del grupo, que se dedican a programar el concierto mientras el resto van llegando al pub de la esquina. Primera ronda de cervezas en un sofá de sky rojo y la conversación empieza a fluir. «Oye, que se me había olvidado decir que me había cargado Casa Kira, que hoy no la tocamos», apunta Diego y todos asienten a un repertorio que se va modificando sobre la marcha.
Segunda ronda y los sofás empiezan a ser ya compartidos con algunos ingleses que se acercan a por su ración diaria de bebida. «Los que son [fans] reales no nos piden Cayetano, están ya más cansados de ella casi que nosotros. Verás cómo hoy no la piden», pronostica ahora Martín ante otro asentimiento masivo. En la sala contigua, un presentador, como de concurso televisivo de los 70, enuncia micrófono en mano preguntas sobre cultura inglesa -y alguna mundial- que pueden valer 500 libras y una botella de vino. «»Estoy yo para jugar si no entiendo ni al presentador», bromea Julen mientras Juan vuelve a desenfundar la cámara.
Tercera ronda y la conversación avanza hacia lo musical. Primera parada, el estadounidense Alex G. Segunda, el tema del momento: Rosalía. En ese momento, Lux aún no se ha filtrado y solamente Diego, pareja de su hermana, ha podido escuchar las 18 pistas del álbum de la catalana. «Es mucho más que una estrella del pop, ese disco es la consagración en mito. Y no lo digo porque sea mi cuñada que conste», defiende el cantante de Carolina Durante antes de levantarse a por una cuarta ronda que se convierte en una pinta y media de cerveza, en lugar de la media que pretendía pedir. «No nos hemos entendido bien con la half paint», dice mientras la cerveza se va repartiendo por el resto de vasos de la mesa.
Son casi las 21 horas. Apenas quedan treinta minutos para que se cumpla el horario fijado y los vasos todavía no se han vaciado. «Solo nos falta llegar tarde al concierto, que no hemos visto ni a los teloneros», comenta Martín, que inicia una primera desbandada hacia la sala con Mario y Julen. Unos minutos después, en un camerino con una nube densa de humo, se presentan los restantes. «Esto está así por el humificador ese», se excusa el mánager del grupo. «Y por el vapper de Sardi», apostillan los miembros de la banda que aún encuentran unas latas de cerveza en una neverita, en la que también esperan una botella de rioja, algunos refrescos, unas botellas de agua y tres más de Jack Daniels. «Con esto sales ahí como una moto», dice Juan -a la vuelta del concierto solo quedará una tras el paso de los teloneros-.
Y, de pronto, el silencio. Diego se hunde en un sillón, móvil en la oreja para darle una última escucha a Famoso en tres calles. Martín se coloca la petaca frente a un espejo. Julen deambula de un lado a otro de la sala. Mario se recuesta, ojos cerrados, sobre el respaldo trasero del sofá antes de reconocer que va a salir a tocar con la misma camiseta con la que durmió ayer. Juan prueba sus baquetas sobre un pad. El resto de los presentes miramos y esperamos. Lo único que se oye es un ligero murmullo de la sala y la melodía de alguna canción que se filtra por una rendija de la puerta. Así suben los cincos miembros de Carolina Durante por la escalerilla y en un pequeño recibidor, antes de entrar en la sala, se funden en un abrazo de varios segundos.
La sala se queda completamente a oscuras y empiezan los gritos de los fans que se aprietan contra una valla que apenas separa el escenario del público. Suenan Joderse la vida,Misil y Tempo 2, locura generalizada. Los grados suben. Literalmente. El mánager tiene que colocarle un ventilador gigantesco -y que no da aire- a Juan para no derretirse a la batería y deslizarse por la zona trasera del escenario para cambiarle la guitarra a Mario porque se ha roto una cuerda. Diego prueba a echarle un trago a una botella de agua que le han dejado a los pies. «Qué mierda es esta», se ríe mirando también a su mánager al descubrir que es agua… pero con gas. «Joder, es que la botella es igual», replica Adrián. Pero el concierto sigue con un par de chavales volando sobre las cabezas del resto con Joder, no sé y Granja escuelay muchos más dejando caer una lágrima Elige tu propia aventura.
«Dales aire, Juan, que se me mueren, tío», dice Diego al micro -aunque él lo necesita más porque su camisa es una mancha uniforme de sudor- en uno de los últimos parones entre canciones. «No tengo ni pa mí, loco», responde Juan que arranca Yo pensaba que me había tocado Dios a la batería mientras Diego berrea ese gran «Quiero salir a buscarte / Al final, nunca es tarde / Para huir de todo esto que hay aquí» a coro con toda la sala, que todavía enloquece más con Perdona, Hamburguesas y, sobre todo, Normal. Abajo el promotor apura para que el concierto no se pase de la hora. Pero todavía queda una -o dos- y un baño de masas del cantante, que se pone de pie sobre la valla y en el estribillo de Las canciones de Juanita se tira sobre el público para levitar durante todo la segunda mitad de la canción mientras sus compañeros tocan y el público lleva la letra de la canción. «La rodilla, la rodilla», se oye gritar al mánager que, junto a un gorila de la sala, le ayuda a volver al escenario para una ovación final.
¿Final? Para el promotor, sí. Para el público que corea a gritos cayetano, cayetano, no. Y para el grupo… tampoco. «Two minutes, only two minutes«, le grita Diego en un inglés castizo al gestor de la sala cuando ya está enfilando la escalera. Y se canta Cayetano. O se berrea. Y Julen se sube encima de un altavoz a tocarla. Y cada uno hace ya lo que quiere. Porque todos sus amigos se llaman Cayetano cuando una camiseta clásica del Real Madrid -de las moradas con publicidad de Teka, el número 93 y la inscripción C. Durante- vuela al escenario antes de, ahora así, la ovación final.
-Menos mal que no os iban a pedir Cayetano-, les recordamos
–Eso es que no son reales [Risas]. Pero si la piden tenemos que tocársela, joder-, comenta Martín.
Son las 11 de la noche y del silencio previo en el camerino ya no queda nada. El humo se ha disipado y ha sido sustituido por una concentración de sudor del concierto, de camisetas tiradas por los rincones y un olor a pizza industrial. «Qué puto subidón de bolo, coño«, coinciden los integrantes de la banda con un trozo de pizza cada uno en sus manos.
-¿Los lunes se pueden hacer conciertos entonces?-, les preguntamos.
-Los lunes son una mierda y se suele notar la energía, pero lo de hoy ha sido una puta locura. Pero una locura de verdad-, responde Diego.
«Reíros, coño, reíros que voy a hacer esa foto», grita por otro lado Juan con la sumarai otra vez saliendo a jugar mientras coloca a algunos de los presentes para repetir una escena que se acaba de producir y que no ha llegado a pillar. «Ya os digo que la voy a hacer, eh. Como si estamos aquí todo el día». Y todo el mundo exagera una carcajada para que quede inmortalizada. Como si fuera algo real porque efectivamente lo ha sido. «Mañana a las 7 os quiero a todos en el hall del hotel que nos vamos a Dublín«, rompe Adrián la atmósfera. Aunque aún queda tiempo para una última visita al pub.
Son Diego y Juan los primeros en arrancar. Martín y Mario se quedan por ayudando a recoger. «¿Nos podemos hacer una foto con vosotros? El concierto ha sido increíble», les piden a los que ya están fuera de la sala un par de fans. Que luego son cuatro y que acaban siendo diez.
-Creo que sois el grupo que menos tiempo he visto juntaros. Estáis siempre uno por cada lado. Le ha costado al fotógrafo pillaros hasta para la foto-, le comentamos a Diego.
-No te fíes nunca de esos grupos que te dicen que son una familia, que tienen todo el día la palabra en la boca. Esos son los que acaban a hostias. Este grupo es una familia de las de verdad, de las que cada uno tiene libertad para que cada uno haga lo que le sale de los huevos. Y así aguantamos. Porque somos como una casa de verdad, donde los que más se pelean son los hermanos-, expone Diego justo antes de volver a entrar al mismo pub en el que ya casi solo se escucha hablar en español.
Y poco a poco van llegando los que faltan para la última del día. Diego, en una esquina con su cerveza. Martín charlando con un colega. Mario y Julen comentando algo entre ellos. Juan con la cámara. Y ahí se quedan. Cada uno a lo suyo en un mismo espacio. Como un auténtico grupo.
