En los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, una generación desbordante de pensadores, artistas y científicos dio forma a una visión completamente nueva del mundo. «Salvaje y extraña, brutalmente mecánica, oscura e incomprensible», en palabras del historiador Philipp Blom. Un fenómeno de ruptura y vanguardias en todo Occidente, pero con marcadas diferencias a ambos lados del Atlántico. En 1893, en Nueva York, Antonin Dvoák presentó con un éxito rotundo su Novena Sinfonía, la del Nuevo Mundo. Dvoák, dejando atrás una tradición cargada de reconocimiento, el peso de un continente y una cultura dominante que iba perdiendo rigidez, se abría a un lenguaje musical estadounidense, de la mano de los cantos de los indios nativos y los espirituales afroamericanos. Una obra de esperanza, curiosidad y transformación. En 1913, dos décadas, pero en realidad una eternidad después, Igor Stravinsky conmocionaba París traduciendo en el Teatro de los Campos Elíseos «los sangrientos espasmos de la revolución» en La consagración de la primavera, un cruel sacrificio ritual en forma de ballet de una juventud que buscaba nuevas formas de expresar una rabia desatada e incontenible.
Eran tiempos rápidos, demasiado, que desembocaron en la Primera Guerra Mundial. Llenos de incertidumbres, cambios tecnológicos y paradigmas científicos emergentes. Tiempo de revolución, nacionalismo, angustia, zozobra y también enormes talentos. Tiempo de vértigo, exactamente como ahora.
El jueves por la noche, la Orquesta de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, bajo la dirección del maestro Andrés Orozco-Estrada y con el violinista francés Renaud Capuçon como gran solista, debutó en el Carnegie Hall de Nueva York levantando un puente de cuerdas entre esas dos orillas atlánticas y dos ideas del mundo. Con un planteamiento estimulante, pero fluido, sobre la modernidad y sus protagonistas tonales. Una apuesta, literal, por el cosmopolitismo (tanto entre los integrantes como en el repertorio) que difumina las etiquetas con un programa, no por casualidad, titulado Viaje al Nuevo Mundo. Honrando a un español, un norteamericano y un centroeuropeo que enraiza ambas tradiciones.
Bajo la atenta mirada de la Reina Sofía, volcada este año en las actividades para reivindicar la importancia del legado hispano en la historia de una república que cumple en 2026 nada menos que 250 años, y de la fundadora, Paloma O’Shea, setenta alumnos de la escuela y 15 músicos de la Filarmónica Joven de Colombia llevaron un mensaje de optimismo y conciliación en un momento histórico marcado por la agresividad, cambios profundos como el de la IA y problemas para distinguir la verdad de la mentira.
Un discurso musical de fusión, de lenguas, estilos y tradiciones tras las partituras, que jugó con la memoria, la nostalgia y por momentos algo más oscuro. La noche arrancó con la frescura, la alegría de la Iberia del europeísta y políglota Isaac Albéniz y el sobrio tradicionalismo del Concierto de Violín de Barber, el último de los románticos. Para terminar con la Sinfonía No. 9 en sus cuatro movimientos del genio checo.
Un viaje, un siglo después, que empieza en un Puerto, el de Santa María, y termina en otro, el de Nueva York, el asociado por excelencia a la emigración y el melting pot [crisol de culturas]. Un concierto clásico, pero fundiendo los corsés del clasicismo, que terminó con una zarzuela, el intermedio de La boda de Luis Alonsode Gerónimo Giménez, con pandereta y castañuelas, para delicia de un público (patrio) entregado, puesto en pie durante cinco minutos de intensos aplausos en un Auditorio Stern casi a su máxima capacidad.
Albéniz y Dvoák se esforzaron para integrar el folclore local o nacional en la música culta, y para dar a España y a EEUU una personalidad propia. Igual que la escuela Reina Sofía trata de perfilar una identidad musical para sus alumnos, sorprendentemente cómodos en un entorno tan cargado de historia y tan intimidante.
La actuación fue de menos a más. Con una ejecución sólida, contenida y sin virguerías en los primeros compases, expectante cuando alguien del peso y la fuerza de Capuçon, que recientemente interpretó ante toda Francia junto a su hermano Gauthieren la reapertura de la Catedral de Notre-Dame, tomó el centro del escenario para el solo de Barber. Pero con más fuerza, personalidad y pasión en la parte final, absorbiendo la energía siempre contagiosa de Orozco-Estrada, al ritmo de las trompas y el corno inglés de la joven Manuela Candela que dan sentido al Largo de la sinfonía.
«Venía con curiosidad pero sin muchas expectativas, y me ha sorprendido«, señaló al terminar Anne Sophie, neoyorkina y habitual del Carnegie Hall. «Magníficos, tienen un talento inmenso y les veo mucho futuro si siguen trabajando», coincidió un matrimonio español de origen, pero que lleva más de 40 años residiendo en la Gran Manzana.
La escuela ha movilizado a casi 200 personas entre alumnos, profesores, técnicos y monitores. Un esfuerzo logístico y económico inmenso que fue recompensado por el público neoyorkino, con una nutrida presencia de la comunidad española residente aquí.
Una experiencia en Manhattan para los alumnos que además del concierto incluye actividades sociales y educativas para «crear puentes», según explican sus responsables, con algunas de las instituciones musicales estadounidenses más importante, como la New York Philharmonic, la Juilliard School, el Ensemble Connect del Carnegie Hall, el Queen Sofía Institute y el Harmony Program.
El concierto contó con el apoyo de un Comité Honorario con H E. Sheikha Hind bint Hamad Al Thani, vicepresidenta de Qatar Foundation; Ana Botín, del Banco Santander y miembro del Patronato de la Escuela Superior de Música Reina Sofía; Aline Foriel-Destezet, miembro del Círculo Internacional de la Escuela Superior de Música Reina Sofía; Beatrice Santo Domingo, miembro del Patronato del Carnegie Hall y Y H. E. Huda I. Alkhamis-Kanoo, fundadora del Abu Dhabi Festival
