En el orden natural de la realeza cultural (no exactamente en el catálogo azaroso de nepo babies, aunque también), Ronan Day-Lewis podría pasar por su campeón mundial. El hombre récord. No solo es hijo del mejor actor vivo y de la directora Rebecca Miller, además es nieto del dramaturgo Arthur Miller, de la fotógrafa Inge Morath y del poeta Cecil Day-Lewis. Por si esto se antoja demasiado exquisito y para compensar tal vez, no conviene olvidar que uno de sus bisabuelos fue el productor de cine y promotor de los célebres y muy populares Estidios Ealing. Es decir, cada uno de sus genes es digno de figurar en el Museo Británico. Esta información podría considerarse irrelevante, pero en buena medida arroja luz y hasta explica por qué Anémona, el debut en la dirección de Ronan, es como es. A un lado el hecho de que su protagonista sea el ganador de tres Oscar como actor principal Daniel Day-Lewis, la presión se antoja tan desmedida que la única manera de colocarse a la altura de las altísimas expectativas sea comportarse como comporta y hacer lo que hace, que, básicamente, es todo. O Todo, con mayúsculas. Y precisamente ahí, en su hambre de grandeza a cada paso que da, se encuentra su mayor logro y su perdición, su virtud y su penitencia. Sí, es una película fallida, pero lo es tan a lo bestia y de manera tan descontrolada que, la verdad, acaba por crear afición.
El Festival de Gijón tuvo así a bien estrenar en España la que puede pasar por una de las cintas más esperadas de la temporada. Desde su inabordable papel en El hilo invisible, de Paul Thomas Anderson en 2017, el intérprete había desaparecido de la escena. No es que no le llegaran ofertas, fue bien al contrario una decisión meditada y debidamente comunicada. «Un motivo privado» se le escuchó como justificación por la que fue su primera jubilación. «Hay algo en ese proceso que me dejaba vacío al final», confesaba recientemente a la revista Rolling Stone en un nuevo intento por explicar lo inexplicado. Y añadía: «Nunca tuve intención de jubilarme, la verdad. Simplemente, dejé de hacer el trabajo que hacía hasta la fecha para poder dedicarme a otro. Al parecer, me han acusado de jubilarme dos veces. Pero, la verdad, es que nunca tuve intención de jubilarme de nada. Solo quería dedicarme a otra cosa durante un tiempo». Pues bien el tiempo se ha acabado y aquí está de nuevo. Y en perfecta forma.
Anémona, de hecho, empieza y acaba en él, en su talento desproporcionado por inundar y hacer suyo cada centímetro de la pantalla con un poder de seducción muy cerca del simple hipnotismo. O del secuestro incluso. La prueba definitiva y que ya, desde este preciso instante, es historia del cine aparece en un monólogo en el que el personaje que interpreta Day-Lewis cuenta a su hermano de manera tan meticulosa como sencillamente repugnante la forma cómo se vengó ya de adulto del sacerdote que abusó de él de niño. Es, y sin necesidad de extenderse más de la cuenta, una mierda. En sentido literal. Se trata de un enorme, magnífico e irresistible soliloquio sobre la más vil, ridícula, despreciable y maloliente de las sustancias. Solo por eso, por la manera en que un actor delante de la cámara convierte la hez en oro, la película se puede considerar a salvo. Aunque cueste la verdad.
Anémona cuenta la historia de un hombre retirado del mundo en una cabaña en mitad del bosque dedicado a sobrevivir y a cuidar, precisamente, anémonas como hacía, a su vez, su autoritario y silencioso padre. Allí, solo en su majestuosa soledad de rey y pordiosero a la vez, vemos al protagonista como si observáramos a un dios encadenado. Un buen día, aparecerá su hermano al que da vida con la solidez de rigor Sean Bean. Quiere algo tan sencillo como que el ermitaño vuelva a casa con su esposa (Samantha Morton) y su hijo Brian (Samuel Bottomley). Este último siguió los pasos de su padre, se alistó al ejército y ahora ha de lidiar con un vacío que le viene a la garganta transformado en puro resentimiento y en una vida esencialmente violenta. Ray, así se llama el personaje de Day-Lewis, abandonó a su familia por algo que le ocurrió durante los conflictos en Irlanda del Norte y que acabó con su expulsión del ejército. La mujer y el hijo que dejó atrás pasaron a ser la mujer y el hijo del hermano cuando él desapreció. Estamos en algún momento sin precisar de los 90. Lo que sigue es un drama descarnado que habla de reconciliación, de masculinidad enferma (o tóxica), de familias desnortadas, de herencias envenenadas, de abusos infantiles, de religión mal digerida y de Irlanda en toda su húmeda amplitud. Habla de todo eso y de Daniel Day-Lewis básicamente.
El debutante director se esfuerza en todo momento en alejar de sí la tentación de lo banal. Anémona es una película construida sobre la consciencia de su desmesurada importancia, de su profundidad, de su intensidad. La puesta en escena pugna por ser algo más que solo esplendorosa; las actuaciones se esfuerzan en estar a la altura del mito que encarnan; los textos antes que simplemente escritos alguien tuvo por fuerza que haberlos tallado en mármol antes, y las alucinaciones (lo más sorprendente) resultan tan inquietantes y fuera de lugar que si no fueran como son una cita directa del cine de Tarkovski podrían llegar a ser inolvidables. Como experiencia cinematográfica Anémona resulta sencillamente agotadora, tan fascinante como fallida, tan soberbia como irritante. Desesperada en su ansia de grandeza. Y en medio, un Daniel Day-Lewis imperial capaz de convertir la mierda, sí ella, en la sustancia misma de la que está hecha la misma vida.
Nota: Lo siguiente para Ronan Day-Lewis debería ser o una comedia romántica desenfadada tipo El plan de Maggie, dirigida por su madre, o una comedia alocada según el patrón de El quinteto de la muerte, de Alexander Mackendrick, que produjo su bisabuelo. Todo sea por no estancarse. Y eso no es óbice para que deje de contar con su padre. En Sonrisas de New Jersey, Daniel Day-Lewis estaba gracioso.
