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Una pregunta para James Cameron

Si tuviese delante a James Cameron no le preguntaría por el secreto de su éxito porque lo más probable es que no entendiese la respuesta. Mientras los demás hacemos lo que podemos con nuestros precarios trucos de dirección, el señor Cameron aplica el conocimiento equivalente a siete ingenierías. No sólo es el director más infalible de todos los tiempos, es una persona que se levanta por la mañana y, gracias a una computadora diseñada y construida en su garaje, es capaz de anticipar qué hará taquilla dentro de 20 años. Su único defecto quizás sea el haber tocado techo como autor con Titanic, su última película con ideas que nadie había tenido antes. Creo que no es casual que Cameron rematara su paso por los Oscar gritando «soy el rey del mundo», una frase que la propia película usa como símbolo de victoria final, el último vals, una peineta a Dios en la proa del mismísimo destino. Y con esto no le quito méritos a la saga Avatar. Si los demás cineastas que ya han dicho todo lo que tenían que decir tienden a disolverse en el autohomenaje, incapaces de comunicarse con las nuevas generaciones, James Cameron se monta el pasatiempo más colosal de todos los tiempos, una franquicia tan perfecta que consigue ser consumida por todos sin necesitar ser memorable para nadie.

Pero volvamos a Titanic, que es a la vez un milagro tecnológico, un romance adolescente y una parábola macabra sobre el siglo XX, en la que los ricos fetichizan el estilo de vida de los pobres que mueren por el camino. También es una película de consumo fácil pero en la que el barco protagonista siempre es encuadrado apuntando a la derecha, o, sea, una obra con el rigor narrativo del cine clásico. Lo tiene todo, incluido el único momento de la filmografía de Cameron que no entiendo. Siempre me quedo patidifuso al llegar al ecuador de la película, la escena en la que Rose y Jack se están dando el lote en la cubierta y distraen a tres miembros de la tripulación que en ese mismo instante deberían estar mirando al frente. Cuando finalmente lo hacen comprueban que esos segundos ¿minutos? de despiste son catastróficos. Tal y como está montada la secuencia, el romance provoca la caída de la primera ficha de dominó.

La película partía de un contrato muy sencillo: incrustar una historia de ficción en un contexto histórico. Someter a sus personajes al mismo sufrimiento de las víctimas de una tragedia real, sin alterar los hechos que conocemos. Esta escena es la única en la que Cameron fantasea al revés, a lo Forrest Gump, ficcionando el motor de la Historia. No he conseguido deducir qué motivo puede haber detrás de esta decisión, ni qué implicaciones tiene a la hora de interpretar una película, por lo demás, tan transparente. Señor Cameron, una pregunta y le dejo en paz.