Español

Muere Frank Gehry, arquitecto del Guggenheim, a los 96 años

«Estuve una vez en Bilbao mucho antes del Guggenheim. Debió de ser en los años 70, Franco todavía estaba vivo. Estuve un tiempo recorriendo España en coche, aún me acuerdo de la Guardia Nacional [por la Guardia Civil]. Fui a Guernica, presenté algunas ideas para un concurso que había. Estaba obsesionado con toda la historia de España. Leía a Lorca, estudiaba la Guerra Civil Española… Ese tipo de cosas». El arquitecto canadiense Frank Gehry contó así en 2017 su primer encuentro con Bilbao, la ciudad que habría de cambiar su carrera. El lugar para el que Thomas Krens se empeñó en que Gehry, un profesional de prestigio más contracultural que otra cosa, construyera el proyecto imposible del Museo Guggenheim. La siguiente década en la cultura de Europa y Estados Unidos estuvo marcada por ese encuentro que hoy es imposible no recordar. Gehry ha muerto a los 96 años, según ha informado The New York Times.

Hace 50 años, en esa época en la que Gehry leía a Lorca y visitaba Guernica, su nombre era el de un artista que hacía arquitectura. Gehry era el hijo de una familia de judíos rusos de clase trabajadora que llegó a California en los años 40. Los Ángeles, su ciudad de adopción, estaba en su edad de oro artística: Richard Serra, Edward Ruscha, David Hockney, Paul McCarthy, el nuevo Hollywood, los beatniks… Gehry era una parte de ese paisaje, casi un escultor conocido por el valor expresivo que le daba a los materiales con los que trabajaba. Sólo que, en esa época, lo suyo no era el lujosísimo titanio de bilbao, sino los detritos de las obras, los materiales innobles. Las telas metálicas, las chapas onduladas y el contrachapado eran la humildísima marca de Gehry y fueron la piel con la que envolvió su casa de Santa Mónica, en California (1977).

La casa de Los Ángeles fue la vivienda más admirada y la más odiada de su tiempo. Los vecinos de Gehry lo insultaron, lo denunciaron y estuvieron a punto de agredirle porque su casa les horrorizaba. ¿Por qué? La familia Gehry buscaba casa y Berta, la mujer de Frank, había encontrado una vivienda convencional en una parte de Santa Mónica que era el prototipo de todos los suburbios de clase media. Surgió un conflicto: Gehry aspiraba a algo más sofisticado y bohemio, a la altura de sus amigos artistas, pero la economía familiar no daba para tanto, de modo que aceptó la casa. ¿Qué hacer con ella? ¿Cómo casarla con la idea de sí mismo que tenía Gehry? Su estrategia consistió en decapar la construcción convencional al estilo de Gordon Matta Clark y en envolverla con un tinglado de materiales baratos. En el contacto de las dos casas, nació una vida doméstica muy performativa, nada convencional pero amable.

«Todo el mundo que visitó la casa cuando los Gehry vivían allí cuenta lo mismo, que aquello los dejaba con la boca abierta, que era como entrar en la casa del terror y, a la vez, que era un lugar muy cálido en el que todo el mundo se imaginaba viviendo con su familia. De todas las casas-manifiesto del siglo XX, la de Gehry es la mas divertida y la menos rígida, la más relajada y vivible», explicó a EL MUNDO el arquitecto Víctor Navarro, biógrafo de la casa de Santa Mónica en Una casa fuera de sí.

La década que siguió a la casa de Santa Mónica fue la del despegue. En los años 80, el momento más acrítico de la historia con la economía de mercado, en la época de la arquitectura postmoderna y del nuevo conservadurismo de Reagan, Gehry le devolvió al mundo una imagen llena de fracturas y de formas atormentadas, de texturas industriales e imágenes del caos. Sorprendentemente, al mundo le gustó ese reflejo, y en su estudio de Santa Mónica se acumularon proyectos de primera categoría. Desde el edificio de los binoculares de Venice, en Los Ángeles, hasta las viviendas de los Bailarines de Praga.

En 1989, llegó el muy temprano Premio Pritzker. Pero en 1991, en el año en el que empezó el proyecto del Guggenheim , Gehry era un genio atormentado, bajo sospecha.

«Gehry tenía mucho prestigio, pero había construido muy poco. Las obras del Walt Disney Concert Hall, que era hasta entonces el gran proyecto de su vida, estaban paradas porque sólo en la estructura ya se habían ido de presupuesto«, explicó en 2017 César Caicoya, el arquitecto asturiano que dirigió las obras del Guggenheim a golpe de fax de Bilbao a Los Ángeles.

Hay una biografía de Frank O. Gehry llamada Building art, obra de Paul Goldberg, que explicó aquel calvario. Lillian Disney, la viuda de Walt, había promovido la idea de un auditorio que complementara al Museo de Arte Contemporáneo construido por Arata Isozaki en el centro de Los Ángeles. Frederik M. Nicholas, un empresario inmobiliario con intereses melómanos, la asesoró y la animó a convocar un concurso de ideas con arquitectos de primer nivel. Böhm, Stirling, Hollein, Cobb, Piano y Gehry fueron los invitados a participar. Y el canadiense pasó el primer corte, en marzo de 1988. Inmediatamente, los asesores de Lillian Disney empezaron a sabotear su candidatura: «Vamos a ser el hazmereír del mundo si elegimos a Gehry», dijo Nicholas. Otro asesor llamado Richard Koshalek dejó claro que cualquier arquitecto le parecería bien menos Gehry. Hubo amenazas, pequeñas corrupciones y humillaciones. Pero llegó el Pritzker de 1989, que eligió al canadiense, y su candidatura se volvió imbatible.

En las obras de Disney todo fue mal. Hasta el suelo se puso en contra el 17 de enero de 1994. Aquel día, California soportó un terremoto de intensidad 6,7. Murieron 72 personas y el Walt Disney Concert Hall quedó en suspenso. La biografía de Paul Goldberger dice que la autoestima del arquitecto «estaba devastada».

Salvación en Bilbao

Y entonces, el Guggenheim. En 1991, la Fundación Guggenheim tenía las ofertas de dos ciudades europeas interesadas en albergar un museo de su marca: Salzburgo y Bilbao. Salzburgo, en principio tenía más posibilidades, pero en Bilbao estaban más dispuestos a pagar la cuenta. Thomas Krens, el jefe de la Fundación, viajó al País Vasco para conocer su propuesta y ya entonces pidió a Gehry que lo acompañara como asesor. Sus anfitriones le enseñaron el edificio de la Alhóndiga (un edificio mercantil de arquitectura modernista, entonces abandonado) como sede del Guggenheim Bilbao. Y estaba bien, la Alhóndiga, pero los visitantes le veían pegas. «Yo mismo expliqué a los vascos que era un edificio equivocado. Ellos lo entendieron y actuaron inmediatamente», contó Gehry en 2017.

Según Goldberger, el mismo día en el que Krens y Gehry descartaron la Alhóndiga, se fijaron en el solar del actual Guggenheim. Les gustó su posición central en el valle de Trápaga y su visibilidad. Aquella noche, en el Hotel Ercilla López de Haro, Gehry dibujó algunos apuntes para aquel solar. El Gobierno Vasco también actuó con rapidez: compró las parcelas en las que estaba dividido el solar (que pertenecían a varios propietarios distintos) y convocó un concurso. «No me gustaba la idea del concurso porque no me daba la ocasión de trabajar con el cliente, de investigar en lo que quería. En un concurso sólo puedes plantear un ejercicio de imaginación», recuerda Gehry. «Así que pedí a Krens que el concurso fuera restringido y el plazo, corto». Junto a Gehry, participaron Isozaki y Coop Himmelb(l)au, que cobraron 75.000 dólares cada uno por sus propuestas. En tres semanas hubo encargo: Gehry fue el elegido.

«Trabajábamos en una situación que era casi de guerra urbana», contó Caicoya. «Había un 35% de paro, había terrorismo y había muchísimo miedo. El proyecto era impopular, nadie entendía para qué había que meterse en un lío así con la economía en una crisis tan negrísima. Como era un proyecto que promovió el Gobierno Vasco del PNV, el PSOE estaba en contra. Los periódicos también estaban en contra, todas las informaciones que se publicaban eran negativas. Si cogía un taxi, lo que escuchaba eran comentarios de incomprensión: ‘Estáis tirando el dinero’, nos decían». ¿Y ETA? ¿Tenía ETA alguna opinión? «Algo nos hicieron llegar, sí».

«Trabajábamos al día. Nosotros hacíamos la cimentación en Bilbao y, al mismo tiempo, Gehry estaba en Los Ángeles dibujando estructuras. Cada cinco semanas venía gente de Los Ángeles a ver la obra y tomar decisiones. Cruzamos 18.000 faxes. El equipo era muy joven, lo decidimos así porque no podíamos tener gente maleada. Al principio todo parecía imposible, pero nos lo tomamos como una cuestión personal. Aún hoy, los contratistas me llaman para comer y para recordar lo orgullosos que nos quedamos. En junio de 1997, la ceremonia de entrega del Pritzker fue en las obras del Guggenheim. Cayó un diluvio pero ahí vimos que ya habíamos ganado. Que el museo ya estaba hecho. De pronto, todo lo que estaba en nuestra contra se puso a nuestro favor».

El caso del Guggenheim ilustra lo que hay de insólito en el caso de Gehry: un arquitecto que venía del arte y que trabajaba con el lenguaje del pesimismo de los artistas que siguieron a la Bomba Atómica y al expresionismo abstracto, tuvo un impacto popular inalcanzable para cualquier colega suyo y quedó inmortalizado por un proyecto de vida feliz: un museo concurridísimo que deshizo la claustrofobia de Bilbao.