Castellana Tres fue la mansión de los fantasmas de la democracia española: «Cada día de los que estuve allí me pregunté: ¿qué pasará mañana? […] Es estremecedor. ¡Pobre país! ¡Pobre Rey! ¡Qué horror! Hay una ausencia total de profesionalización. Tiene aspecto de opereta de barrio. Al verlo, se entiende la miseria humana de Franco y lo inexplicable de la duración del franquismo. Estuve por la mañana en Presidencia. Impresión horrenda. Qué vetustez. Qué falta de instrumentos de trabajo. Esto es más elocuente que cualquier libro de El ruedo ibérico. La miseria humana del entorno del dictador es aquí patente».
El entrecomillado anterior pertenece a los diarios de Carmen Díez de Rivera, la jefa de gabinete que acompañó a Adolfo Suárez cuando formó Gobierno y están citados en su biografía, La Historia de Carmen, de Ana Romero. Su relato está llena de detalles inolvidables. Cuando se instaló en Castellana Tres, Díez de Rivera hizo una llamada de cortesía a Carlos Arias Navarro, el último inquilino del palacete. Era una fórmula de cortesía entre el hombre que dio llorando la noticia de la muerte de Franco y la aristócrata más odiada por los partidarios de la dictadura. Arias Navarro agradeció la llamada y le dijo a Carmen: «Me han dicho que tiene usted la costumbre de decirle la verdad a su jefe. Yo no tuve esa suerte».
50 años después de aquella conversación, Castellana Tres está en obras. «La restauración, rehabilitación y reforma del Palacio de Villamejor se ha concebido como un proyecto de puesta en valor de sus elementos originales, con el objetivo de devolverle su esplendor arquitectónico y abrirlo más a la ciudadanía. Además, la intervención era necesaria para dar respuesta a los requisitos técnicos observados en la Inspección Técnica de Edificios», explican a EL MUNDO fuentes del Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática, el dueño del palacete y el impulsor de su reforma. «Durante las distintas fases de las obras han surgido elementos originales ocultos, como mosaicos, molduras, columnas históricas o incluso un refugio antiaéreo«. El destino del edificio es el de abrir sus puertas, al menos parcialmente, a la ciudadanía.
Regreso a 1975. Siete meses antes de estrenar la reforma del Palacio de La Moncloa, Suárez, Díez de Rivera y seis funcionarios se instalaron en Castellana Tres y establecieron su despacho en la antigua casa de Villamejor, el lugar del que había salido la madre del Rey Juan Carlos, María de las Mercedes de Borbón y Orleáns, para casarse con Don Juan. A ese edificio, los madrileños del siglo XX lo llamaron hotelito y palacete pero en realidad no era más que un chalet grande, precario, mal mantenido y, en 1975, sitiado. La instalación de Telefónica no daba para ampliar el número de las líneas, los armarios estaban llenos de papeles de los que nadie sabía qué eran, el mobiliario era una antigualla y los periodistas se colaban en el edificio con la complicidad de algún ujier y escondían grabadoras con las que espiaban al pequeño núcleo de Suárez.
¡Pobre país! ¡Pobre Rey! ¡Qué horror! Hay una ausencia total de profesionalización. Tiene aspecto de opereta de barrio
Carmen Díez de Rivera
Ay, aquellos ujieres. Díez de Rivera había leído La noche de Benicarló y estaba obsesionada con Manuel Azaña. Preguntó a los ujieres en qué sala del palacete tuvo Azaña su despacho cuando presidió la II República, y le contestaron que quién era ese señor. Díez de Rivera chocó con aquellos mayordomos-funcionarios que se identificaban íntimamente con la dictadura. La jefa de gabinete de Suárez llegaba a Castellana Tres en un Renault Cinco naranja, llevaba vaqueros acampanados y rehusaba actuar como una secretaria. No abría las puertas a las visitas ni traía el café. «Desde el principio se quedaron atónitos», escribió. Les enfadaba especialmente a los ujieres que los nuevos inquilinos trabajaran de la mañana a la noche porque había que quedarse con ellos.
«Cuando la presidencia se fue a Moncloa, Carmen estaba feliz porque podía pasear por los jardines del palacio con la secretaria de Suárez. Decía que podía respirar después de salir del ambiente ese claustrofóbico de castellana. Pero Carmen fue también la primera persona que habló del síndrome de la Moncloa, de la tendencia de los presidentes a aislarse de la sociedad cuando se encerraban en su palacio», explica Romero. «Carmen se dio cuenta de que al sacar al presidente del centro de Madrid, se perdía algo».
«Suárez dijo una frase muy famosa en ese palacio», cuenta su biógrafo, Juan Francisco de Frutos. «Dijo: no quiero que me pongáis un solo papel sobre la mesa. Se refería a que ellos estaban allí para hacer política, no para tomar decisiones administrativas». Tampoco había sitio ni gente para trabajar en la letra pequeña, porque la oficina de Suárez era increíblemente corta. Tiene nombres y apellidos: Manolo Ortiz, José Manuel Otero Novas, Ana Martínez de Leiva, Julita Martínez, Carmen Díez de Rivera y su cuñado y hombre de confianza Aurelio Delgado, Lito. Y nadie más.
Suárez dijo: no quiero que me pongáis un solo papel sobre la mesa. Se refería a que ellos estaban allí para hacer política, no para tomar decisiones administrativas
Según se cuenta en el libro de Ana Romero, Lito tenía una personalidad más conciliadora así que mediaba con la tropa de bedeles y chóferes que gobernaba el edificio en la sombra. Un día apareció una caja de botellas de vino que alguien le había regalado a Carrero Blanco, ocupante del edificio hasta su muerte en 1974, y que nadie había osado beber porque Carrero Blanco no se permitía ni media alegría. Lito vio el vino y le dijo al ujier que lo acompañaba en el momento del descubrimiento: «Si le cuenta esto a alguien, ¡le fusilo!». El hombre se tomó bien la broma. «Yo tenía que apagar la luz y encenderla. ¡Y no barría porque no había escoba!», escribió Lito en sus diarios.
«La leyenda de la austeridad de Carrero es cierta», dice José Antonio Castellanos, biógrafo del almirante (Carrero Blanco: Historia y memoria, Libros de la Catarata) y presidente del Gobierno de España. «En una ocasión un conocido entró en su despacho y vio que Carrero usaba un bolígrafo remendado con cinta adhesiva. Cuando le hizo notar que era quizás un gesto de ahorro excesivo, Carrero vino a contestar que ‘cada duro del Estado es sagrado'». En la mañana de su atentado, el coche de Luis Carrero Blanco viajaba desde su casa en Hermanos Bécquer, al otro lado de La Castellana, hasta el Palacio de Villamejor.
¿Había llegado Carrero Blanco a Castellana para marcar su autonomía política respecto a Francisco Franco y las familias de la dictadura? «¿Autonomía del Pardo? Imposible», contesta Castellanos. En realidad, Carrero sólo fue presidente del Gobierno nueve meses, entre 9 de junio y el 20 de diciembre de 1973, aunque conocía el edificio de Castellana Tres desde 1941. Entonces, el almirante instaló allí su despacho como Subsecretario de la Presidencia del Gobierno y adoptó la costumbre de celebrar en su Sala de Tapices los llamados consejillos, las reuniones preparatorias de los consejo de Ministros, que se celebraban los miércoles. A diferencia de la actual Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, a los consejillos acudían los ministros de la dictadura para cerrar la mayor parte de los asuntos que Francisco Franco habría de refrendar en la reunión del viernes.
A partir de 1956, Carrero encontró otro destino al Palacio: instaló allí a Laureano López Rodó, un catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Santiago de Compostela, y, a su cargo, a un equipo de juristas jóvenes que modernizaron el sistema legal de la dictadura, lo homologaron en lo posible a las democracias liberales de Europa y, enparte, empezaron el camino de la Transición. Pero, despojado de su valor institucional, el palacio recibió un mantenimiento mínimo y envejeció hasta convertirse en la casa de los fantasmas que describió Díez de Rivera. Hubo varios proyectos de ampliación y de reforma del edificio pero ninguno prosperó. Cuando Carrero Blanco regresó a Castellana Tres, prefirió colonizar otros hotelitos vecinos antes que meter mano al viejo caserón.
«Yo estuve en Castellana Tres el día de la capilla ardiente de Carrero Blanco, en el Salón de Tapices», cuenta Antonio Pau, abogado del Estado y académico. Pau es también el autor del libro Azaña y Madrid (Tecnos, 2021), que explica los lugares del primer presidente del Gobierno de la República. «Azaña era amigo de Secundino Zuazo [el arquitecto pionero del lenguaje racionalista en Madrid] pero su gusto era el de un burgués de su época y eso se notó en el caso de Castellana Tres. Azaña se ocupó de reamueblarlo con tapices y con muebles del mundo antiguo que venían, sobre todo, del Palacio de Riofrío». Conociendo su biografía, ¿es una sorpresa que Azaña se dedicara personalmente a estas tareas? «No. Tenía un gusto muy entrenado y se preciaba de él».
Ojo: Azaña no tuvo nunca su despacho personal en Castellana. Siempre prefirió trabajar en el Ministerio de la Guerra de Cibeles, del que fue titular antes que presidente de Gobierno. Lerroux, Martínez Barrio, Samper, Chapaprieta y Portela Valladares también oficiaron en el Palacio. Francisco Largo Caballero fue su último inquilino republicano. En noviembre de 1936 trasladó el Gobierno a Valencia y cerró Castellana Tres, que quedó abandonado hasta la caída de Madrid de 1939.
«Yo he estado dentro de Downing Street y es un sitio curioso porque su aspecto es muy doméstico. Por fuera parece una casita; por dentro también«, cuenta Ana Romero. «Y en el Ala Oeste de la Casa Blanca pasa algo parecido». Villamejor era otra cosa. Era un palacete.
La República había hererdado el edificio de Castellana Tres de la Monarquía alfonsina que, en 1914, había comprado el inmueble (1,9 millones de pesetas) para celebrar en él sus consejos de Ministros. Su anterior sede, la Casa de los Heros de la Calle Alcalá (el actual Ministerio de Educación), estaba tan vieja que se caía. El palacete, un caserón del gusto francés organizado en torno a un atípico patio central (y otros dos patios menores), había nacido para ser la vivienda del marqués de Villamejor y como expresión del despegue financiero de España en el último tercio del siglo XIX.
Hay algo más: «El traslado a Moncloa se decidió por motivos de seguridad y yo creo que fue muy precipitado. De hecho, si buscan las fotos de Suárez en el día de su dimisión, verá que los cuadros estaban en el suelo. No había terminado de instalarse tres años después», explica Juan Francisco de Frutos.
