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Colm Tóibín: «Los catalanes siguen dirigidos por los españoles que perdieron Cuba y que no podían manejar una maldita colonia»

Solo tenía 20 años cuando aterrizó en Barcelona para las fiestas de la Mercè de 1975, dos meses antes de que muriera Franco. El joven irlandés, que había terminado sus últimos exámenes en la universidad de Dublín, quedó deslumbrado por los edificios modernistas (y la insólita libertad sexual que en Las Ramblas), los desfiles de demonios y dragones de fuego («¡y lo barato que era el vino! ¡era realmente difícil mantenerse sobrio!») o las manifestaciones por los derechos civiles que acababan corriendo delante de los Grises («¡y el calor de septiembre, no sabía que podías sudar en la parte baja de la espalda..!»).

Hoy, Colm Tóibín se alza como uno de los escritores más respetados de las letras inglesas, con la laureada The Master (2004), una biografía novelada sobre Henry James, o El mago (esta sobre Thomas Mann). Pero Barcelona ha sido su kilómetro cero literario: vivió en la ciudad hasta 1978 y luego regresó a finales de los 80 para escribir Homenaje a Barcelona (un guiño al Homenaje a Cataluña de Geroge Orwell), que publicó en inglés en 1990, junto a su primera novela, El sur, sobre una mujer irlandesa que huye a España.

Sorprende que hasta ahora su Homenaje a Barcelona no se hubiera traducido al español, aunque sí hay una edición catalana de 2003, además de alemana e italiana. «En su momento, tuvo muy poca trascendencia. La reseña más molesta fue de Ian Gibson, que se preguntaba por qué no había escrito también sobre Madrid», recuerda Tóibín.

En una coedición ilustrada de Ara Llibres y el Ayuntamiento de Barcelona, por fin se puede leer en español esta exquisita obra, una mezcla de libro de viajes y desacomplejada crónica histórica, que explica Barcelona lejos de la postal turística y de los tópicos nacionales. Solo un irlandés puede captar con tanta sutileza -y deliciosa ironía- el carácter catalán. Un ejemplo: «La sensación de que como intelectuales, humanistas, inventores, escritores y empresarios estaban por encima de España nunca abandonaría la conciencia catalana. Llegaron a creer que no solo habían sido navegantes, sino también cartógrafos; no simples escritores, sino bibliófilos y traductores; no meros mercaderes y constructores, sino hombres de cultura que trataron de imponer el orden, la paz y un sistema de leyes en lugar de la oscuridad, el caos y la piratería. Eran, eso creían, modernos, mientras que España era medieval».

Tóibín ríe al releer el párrafo, en un capítulo dedicado al Barrio Gótico. «Creo que sigue siendo válido. Es esa idea de que los españoles perdieron Cuba… Y los catalanes siguen estando dirigidos por esas personas que no podían manejar una maldita colonia. ¡Las perdieron todas! Londres todavía controla Irlanda del Norte». Lo dice muy serio, llevándose las manos a la cabeza. Es la mordacidad Tóibín.

Cuando explica a Gaudí no se limita a describir la fantasía de sus formas orgánicas, sino que plantea la conexión de la arquitectura con el poder, de cómo la burguesía catalana usó el modernismo como emblema político de su nueva ciudad mientras la clase obrera malvivía en unas condiciones de miseria absoluta y abrazaba el anarquismo. Y ya germina la Guerra Civil.

También habla de los políticos, desde l’avi (el abuelo) Francesc Macià, que proclamó la República catalana en 1931 (dentro de la Federación Ibérica, eso sí), hasta Jordi Pujol (antes de los casos de corrupción de la extinta Convergència) o Pasqual Maragall y su legado olímpico. Cuando se le pregunta por el procés suspira: «Es muy difícil descifrarlo. Necesitarías un relato día por día de lo que pasó antes de la Declaración de Independencia para entender cómo personas completamente racionales pudieron unirse para hacer algo que no iba a tener éxito, que sería personalmente desastroso para ellos y que iba a retrasar las cosas al menos una generación. Cómo ocurrió es realmente un misterio».

Entonces cuenta que un día, hace dos años, jugó un partido de tenis a dobles con Oriol Junqueras (sin saber quién era). «¡Ganamos! Y no es que seamos muy atléticos, pero no cometimos errores. Él me dijo que había mejorado mucho su juego en la cárcel», cuenta. Y cuando describe el partido con detalle minucioso parece que sea otra de sus bromas. Pero va en serio. «Me parece asombroso que ese hombre estuviera en prisión. No lo entiendo y no conozco a nadie que lo haga. Pero le recomiendo mucho como compañero de tenis, la gente debería saber que es un tenista muy sólido, serio, preciso y cauteloso. Es más Medvédev que Djokovik».

Ese es el tono también de su Homenaje a Barcelona, un paseo bajo la sombra de los plataneros, hablando con Federico García Lorca, recordando a Joan Míró, contando anécdotas de Pau Casals, yendo de copas con Picasso