El domingo se retiró Morante de la Puebla y el lunes por la mañana Rubén Amón llegó hundido a la tele. Todo su 1,90, sus libros, su ópera y su Cultureta deshechos por un torero. Mi primer impulso fue reírme, pero vi en sus ojos que no era tema para bromas. Pensé entonces que Vicente Ruiz, director adjunto de este periódico y también morantista, llevaba horas sin dar señales de vida. Hice lo que cualquiera haría al detectar un momento de debilidad en un amigo: le robé a Koke en la Fantasy. Cuando reapareció un par de días más tarde, me arrepentí (ligeramente) del clausulazo: estaba de funeral, totalmente roto. Sí, por un torero.
Con los toros me sucede algo impropio de esta época: no tengo opinión. No me interesan, no los prohibiría, no pienso en ellos. Sin embargo, inicialmente me resultó gracioso que dos adultos funcionales y sensatos estuvieran hundidos por no volver a ver a un matador. No sé, ya saldrá otro, ¿no?
Pues igual no. Miren La Oreja de Van Gogh. Uno pensaría que, en los 18 años que han pasado desde que se marchó Amaia Montero, la chavalada bien habría encontrado otro grupo blandiblú para llenar el hueco y, sin embargo, aquí estamos. En pleno 2025, el regreso de la hija pródiga abre programas y periódicos mientras preparan una gira que va a llenar lo que les dé la gana llenar, porque igual la chavalada ahora escucha a Aitana (y a Carolina Durante, un melón por abrir), pero a quien le emocionaba cantar, sin sonrojarse, «por eso esperaba con la carita empapada» en 2005 le va a seguir emocionando en 2025.
Y si te ríes de ellos o del que guarda luto por Morante, eres gilipollas.
La noche anterior al apocalipsis taurino, estaba en una cena y el ánimo de la mesa se desplomó cuando alguien dijo que había fallecido Diane Keaton. Probablemente, nadie allí había pensado en ella en meses, pero todos la habíamos querido cada día. No a ella, a lo que hizo, a lo que significó para que existan Manhattan, Annie Hall o El Padrino. Las cosas que hacen que todo merezca la pena. Como una faena de Morante para Rubén y Vicente, o como Rosas para las pijas de mi ciudad.
Vivimos tan ensimismados, tan convencidos de que la vida es una película sobre nosotros mismos, que damos importancia a lo que no lo tiene. Esta columna, cada entrevista y aquella canasta a aro pasado desaparecerán como lágrimas en la lluvia, pero en el año 2.125 seguirá habiendo un chaval que descubra Annie Hall, caiga rendido a los pies de Diane Keaton y se pregunte cómo cojones es posible que se enamore, aunque sea fugazmente, del idiota de Alvy Singer. Hemos estado ahí, compañero. Ahora estamos muertos.
La vida es lo que hacen otros. Lo mejor de ella, al menos.
