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Eleanor the Great: Scarlett Johansson fracasa como directora al primer intento (**)

En el ránking mundial de las estrellas de Hollywood que debutan como directoras, Kristen Stewart, de momento, va por delante de Scarlett Johansson. Dicho así suena frívolo quizá estúpido, pero tal vez es que sea algo frívolo y un poco estúpido que la sección Un Certain Regard tradicionalmente reservada para las obras más arriesgadas y con una clara vocación fronteriza haya acabado por convertirse, por lo menos en parte, en otra alfombra roja más en la Croisette. Que ya hay. Eleanor the Great (Eleanor la Grande) se llevó, según los populares aplausómetros que inundan la prensa especializada, cinco minutos de una ovación cerrada a una hora de la tarde (las cuatro) a la que, la verdad, lo único que apetecía celebrar con efusividad era que el sol había salido tras una mañana de tormentas. La pregunta era: ¿qué se aplaudía? Porque si realmente era a la película, mal vamos y mal va Cannes.

Eleanor The Great se presenta como un estudio o solo paseo por la amistad femenina intergeneracional. Se antoja difícil no pensar, por ejemplo, en Starlet, de Sean Baker, aunque solo sea por eufonía. Pero no solo eso, a medida que avanza también quiere ser una reflexión sobre la huella del Holocausto. Y sobre la memoria. Y sobre la verdad en tiempos de mentiras en red. Y sobre el duelo. Y sobre el perdón. Estamos seguros de que con cinco minutos más que durara le hubiera dado tiempo a tratar lo de Melody en Eurovisión. Bromas a parte, lo que no se puede discutir a la película, como el debut que es, es la ambición. Y, aunque de manera no muy entendida, también hay que reconocerle el riesgo. La falta de pudor también, pero eso no siempre es malo.

Se cuenta la historia de una anciana de 95 años que, tras la muerte de la amiga de su misma edad con la que convive desde hace años, se traslada a Nueva York al apartamento de su hija. Por accidentes del tiempo libre, acaba en un grupo de supervivientes del Holocausto que se reúne de forma periódica para sanar lo insanable probablemente. En ese momento, ella, que se convirtió al judaísmo tras casarse con un judío, siente la necesidad de contar, como si fuera suya, la historia de su compañera que sí fue una superviviente de la Shoah. Su caso recuerda al ya célebre de Enric Marco, pero con la diferencia que ella no busca notoriedad, sino consuelo y justicia con una memoria que es posible que se pierda para siempre. En ese grupo coincidirá con una joven periodista y es ahí, en el encuentro de una y otra, donde surge realmente la película.

Si un proyecto hubiera que medirlo exclusivamente por el tamaño y calidad de las intenciones (todas buenas), el debut como directora de la protagonista de la inminente nueva entrega de Jurassic World sería por fuerza una obra maestra del tamaño de un diplodocus. Pero con intentarlo y con quererlo, pese a la publicidad de la autoayuda y la meritocracia, no vale. Además, hay que tener, no sé, ¿talento? Eleanor the Great se sostiene durante toda la primera mitad gracias a que no comete muchos errores. Y en los que cae (la planificación de telefilme, por ejemplo) apenas se aprecian porque la actriz June Squibb, a la que tiempo atrás vimos en Nebraska, de Alexander Payne, se encarga en maquillar con su naturalidad, su facilidad para la réplica, su perfecto sentido del tempo de comedia y simplemente su presencia. Si la película se salva, aunque sea un poco, es sin duda por ella. Es más, es por ella que, me atrevo a decir, vale la pena asomarse a verla. Todo una lección de interpretación desde el sentido común, la confianza y la simple empatía.

Y luego llega la segunda parte; es decir, cuando los dramas anunciados en cascada se desencadenan y se explayan en toda su amplitud. Ahí es cuando la directora sencillamente se deja llevar por todos los clichés y soluciones rápidas que tanto han empobrecido el lenguaje cinematográfico desde antes incluso de las plataformas. Si la primera regla no solo del cine sino de la pura educación es dejar que los conflictos se muestren y se hagan explícitos solos, sin narrarlos, sin decirlos, sin obligar al espectador a que ingiera la cucharada con la medicina, Scarlett Johansson no solo se la salta, sino que se diría que disfruta martirizándola. Resulta desolador el afán locuaz de cada personaje, todos empeñados en verbalizar todo lo que les pasa y todo lo que se supone forma parte de eso llamado subtexto (el alma propiamente) de la cinta. El monólogo del personaje de Chiwetel Ejiofor, padre de la joven a la que da vida Erin Kellyman, en el que directamente se explica la moraleja de todo esto resulta especialmente terrible.

Y por último está el asunto propiamente del Holocausto, convertido en excusa para ensayar una reflexión sobre lo que es verdad y lo que es mentira. Por un momento, en su esfuerzo por justificar el que una anciana adorable se apropie de una historia que no es la suya (es decir, mienta), alguien podría pensar que la película cruza todas las líneas rojas imaginables y alguna más que ni siquiera sabíamos que existía. La ambición está bien, la temeridad es, cuanto menos, discutible. Lo dicho, de momento, Stewart 1- Johansson 0.