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En la muerte de Claudia Cardinale, el mito de la estrella diferente

En 2017, el Festival de Cannes llevó a Claudia Cardinale a su cartel. Una sesión fotográfica fechada en 1959 de la actriz bailando sobre un tejado de Roma adquiría de repente el carácter de emblema, de mito, de ensoñación. En la nueva imagen virada a rojo, sobre la fachada del Gran Teatro Lumière, ella –desproporcionada, feliz y perfecta– se antojaba la viva imagen de un cine siempre nuevo, eternamente renovado y necesariamente vivo. Y, sin embargo, algo no cuadraba. La Claudia Cardinale de 2017 no era la de 1959. El moderno photoshop había aligerado los brazos, estilizado la cintura y adelgazado muslos, tobillos y gemelos. Hasta le arreglaron su melena por definición salvaje. Ella lo encajó bien, disculpó al festival y pasó a otra cosa. Pero el daño estaba hecho. Más allá de los cambiantes cánones o de las supuestas actualizaciones que adujeron los autores de la tropelía (pues eso fue), lo imperdonable era ver cómo el más prestigioso de los certámenes de cine no había entendido nada. No acertaron a comprender que Claudia, la Cardinale que la noche del martes murió a los 89 años, antes que nada fue completamente distinta a todo. Lo que la hizo diferente fue precisamente su hambre de diferencia, su rebeldía, su negación del canon, la imposible actulización de una mujer sin tiempo. Fue una estrella atípica en cada una de sus decisiones. Y lo fue hasta el final.

La considerada por muchos la Brigitte Bardot italiana fue definida en su momento como más dulce que Sophia Loren y menos artificial que Gina Lollobrigida; una belleza rotunda, casi hiriente, y sin edad, atrapada entre una mirada engañosamente inocente y una voz ronca de pedernal. Así fue desde el descenso de las escaleras tras el baño en La chica con la maleta (1961) hasta su última aparición en unos créditos en 2022. Como su personaje en El Gatopardo, la Cardinale fue la más noble de las plebeyas y las más lenguaraz de las aristócratas. Uno de sus últimos papeles la hizo recabar en España. A las órdenes de Fernando Trueba rodó El artista y la modelo. Cardinale interpreta a una comprensiva esposa que un día acoge a una joven vagabunda que acabará posando para su marido. No es infidelidad, pero casi. Apenas aparece unas cuantas escenas, las suficientes para dejar claro que no hay retoque posible para una mirada que no admite definición ni regla ni modelo ni photoshop.

De hecho y ya desde el origen, Cardinale dejó claro que ella no tenía nada que ver con nada ni con nadie. Nunca se propuso siquiera ser actriz. Su carrera comenzó tras ganar un concurso de belleza al que no se había presentado. A los 18 años fue coronada como la chica italiana más guapa de Túnez (donde creció). El premio fue un viaje al Festival de Cine de Venecia y apenas puso el pie en el Lido ya tuvo claro que todo empezaba de nuevo. En alguna que otra entrevista reciente confesaba que recibió múltiples ofertas y que todas sin excepción rechazó. «Cuando un hombre te persigue, si dices que sí al instante, al poco tiempo se marcha. Si dices que no, te desea durante mucho tiempo. Pues con el cine lo mismo», rememoraba.

Quizá algo tenía que ver en tanta negativa el hecho de que estaba embarazada (confesó posteriormente que había sido violada) y que pronto daría a luz un hijo; un hijo que, después de casarse con el productor Franco Cristadi, pasaría a todos los efectos a ser su hermano menor. Bajo la protección de uno de las figuras más poderosos del efervescente cine italiano de entonces, Cardinale se convirtió, ya se ha dicho, en la Bardot italiana y su vida pasó a estar estrictamente controlada, desde el peinado al peso sin descuidar cada segundo de su vida social. Tras trabajar para Mario Monicelli, Pietro Germi, Alberto Calvancanti, Luigi Zampa o Valerio Zurlini, todo cambió en el año 1963.

Han pasado más de 60 años desde que rodara los dos clásicos definitivos del cine italiano y la imagen del cartel de Cannes, la de verdad no la retocada, sigue intacta. Tanto en en Fellini, ocho y medio como en El Gatopardo de Luchino Visconti, ella ejerce como la idelización de un deseo inalcanzable. En la primera, interpreta a una codiciada estrella de cine y musa etérea que parece existir en un plano superior al caos que rodea al propio Fellini en la piel de un atormentado Marcello Mastroianni. En la segunda, es una mujer codiciada tanto por el aristócrata en decadencia de Burt Lancaster como por su sobrino Alain Delon. Cardinale rodó las dos películas casi a la vez entre el surrealista blanco y negro de una y la suntuosa recreación de un mundo que se desmorona en la Sicilia del siglo XIX. «Federico me quería rubia. Luchino, morena. Con Fellini no había guion, todo era improvisación. Cuando rodaba, todos los actores venían a verlo porque era mágico. El decorado era como un circo. No podía rodar sin ruido. Con Visconti, todo lo contrario. Era como hacer teatro. No podíamos decir ni una palabra. ¡Qué hombre tan serio!», recordaba no hace tanto. La primera ganó el Oscar y la segunda se alzó con la Palma de Oro. Y todo ello, sin olvidar que antes de que acabara el año completaría La pantera rosa a las órdenes de Blake Edwards.

Lo intentó en Hollywood sin mucho entusiasmo. Se la pudo ver en Los profesionales (Richard Brooks, 1966) al lado de Burt Lancaster, en No hagan olas (Alexander Mackendrick, 1967) con Tony Curtis o en El fabuloso mundo del circo (Henry Hathaway, 1964), con John Wayne y Rita Hayworth. Y así hasta llegar a ese intento fallido de Las petroleras (1971) secundada por Brigitte Bardot en el más adorable disparate del que ha sidocapaz el cine en mucho tiempo. Al contrario que muchas de sus colegas, Cardinale, siempre diferente, acabó por encontrar su propio camino. En 1975 rompió su contrato con Cristaldi, se liberó de viejas esclavitudes y pese a la infinidad de malas películas que ocupan su filmografía a lo largo de buena parte de los 70 y los 80, logró desprenderse de la mirada sexualizada de los amantes del photoshop que, pese a todo, nunca terminarían de desaparecer del todo. «Siempre deseé viajar por el mundo y lo logré», confesó. Sus trabajos con Werner Herzog (Fitzcarraldo, 1982), con Marco Bellocchio (Enrique IV, 1984), con el citado Trueba o hasta con Manoel de Oliveira (Gebo y la sombra, 2012) cuando éste contaba ya con 103 años de edad, dan buena cuenta del espíritu por definición distinto de una actriz diferente y ajena a los cánones. «Nunca me desnudé y nunca hice nada para cambiar mi rostro. Me gusta ser lo que soy, porque no se puede detener el tiempo». Palabra de Cardinale.