Dice Guillermo del Toro, mexicano compositor de mundos íntimos y extraños, que solo los monstruos tienen la respuesta a todos los misterios. Y añade campanudo: «Ellos son el misterio». No remata la frase con un «¡Cabrones!», pero como si sí. El gesto le delata. Dice también haberse dedicado a lo que se dedica después de ver a la criatura en la película de James Whale de 1931 («Sentí la sacudida del reconocimiento en ese momento seminal: el horror gótico se convirtió en mi iglesia, y Boris Karloff en mi Mesías», afirma). Justo es, por tanto, que la Mostra que le otorgó el León de Oro en 2017 por La forma del agua –monstruo sobre monstruo– se rindiera esta vez a la evidencia de lo secreto, a la claridad de lo oscuro. Y así fue.
El Frankenstein de Del Toro quiere ser y es excesivo, desproporcionado, pantagruélico, subyugante y muy lejos de cualquier norma. Pero lo es, y esto es más importante, a su manera. No se trata de convencer por aplastamiento (aunque un poco sí, la verdad) como hacerlo desde la mayor de las crudas delicadezas; es decir, por elevación, por transcendencia espiritual incluso, que dirían los místicos. De hecho, como él mismo reconoce, la película no es nada más que él. De principio a fin, desde que era un niño hasta ahora mismo. «Si Mary Shelley escribió una novela profundamente autobiográfica, ése ha sido mi objetivo: completar la más personal y también autobiográfica de mis películas», explica. Y le creemos.
La cinta, en verdad, se puede leer como un drama familiar, un melodrama no necesariamente gótico en el que, como en su versión de Pinocho, no es el hijo el que aprende a ser un buen chaval, sino que es Gepetto el que se esfuerza y aprende a ser padre. Y ahí, en ese gesto sencillo alejado de las grandes metáforas que hablan de Prometeo robando el fuego sagrado a los dioses o del hombre rivalizando con el Todopoderoso por crear un mundo aún más desastroso, más injusto y con más sufrimiento; ahí, decíamos, en la tarea de cualquiera de nosotros, eminente doctor o humilde carpintero, es donde este Frankenstein crece hasta convertirse en una delicada y a la vez muy espectacular fábula del revés. Ya saben, solo los monstruos tienen la respuesta… ¡Cabrones!
La película, de nuevo fotografiada de manera tan epidérmica como casi irreal por Dan Laustsen, aparece dividida en dos partes precedidas de un epílogo. La historia es contada por el hombre que acaba convertido en la más monstruosa de las criaturas y, acto seguido, por la criatura que esconde en su interior la herida de una inmortalidad que le condena, que le separa de la consciencia de su finitud, de la muerte, de la humanidad simplemente. Todo el esfuerzo de la narración no es otro que el del reconocimiento. Por decirlo en formato de moraleja, como a veces le gusta expresarse al cineasta, todos somos monstruos. Pero todo discurre, y esto es relevante, desde la propia esencia del mismo relato. Frankenstein, además de libro de horror gótico, es mito. Y como mito, su sentido no es otro que el de la repetición en voz alta. El que veamos representado el relato de lo sucedido en la palabra de sus protagonistas, convertidos ellos en narradores de sí mismos, se parece bastante a lo vivido por el propio Ulises en su Odisea, que solo se emocionó ante el tamaño de sus propias hazañas cuando se las escuchó de la boca del ciego Demódoco. Es así. El relato crea el mundo.
Mantiene Del Toro que todo género cinematográfico es, por definición y esencia, político. «¿Qué puede ser más actual que una historia de monstruos que juegan a ser dios?», se pregunta sin dar más explicaciones. «En cualquier caso», añade, «lo que me movió es algo que va más allá de lo simplemente político y que podíamos llamar espiritual. Cometemos un error si pensamos que todos nuestros problemas obedecen a causas políticas y que solo son solucionables desde esa misma política. En verdad, las atrocidades a las que asistimos tienen una razón de ser meramente espiritual. Y ahí se dirige mi Frankenstein«. Queda claro.
Desde el primer segundo, la película hace suyos cada uno de los preceptos que han guiado una forma de entender el cine que busca colocar al espectador ante la imagen cruda y desnuda de su propia indefensión. Cada secuencia impacta, sorprende y, por momentos, invita a la sonrisa. La idea es volver a ver lo mil veces visto y escuchar lo otras tantas veces escuchado, pero como si fuera la primera vez. Los personajes canónicos cambian y, en algunos casos de forma sobresaliente, se agigantan. El personaje de Elizabeth encarnado por Mia Goth se antoja el más logrado de todos. Por su libertad, su claridad, su profundidad, su inteligencia y, ahora sí, su relevancia. Como también llama la atención que la proverbial y casi protocolaria fealdad del engendro esté encarnada por Jacob Elordi, no por casualidad el más bello de los actores. Y lo mismo vale para un Oscar Isaac colérico, pletórico y voraz.
Bien es cierto que ese empeño de contar lo de siempre como nunca no siempre se consigue, pero cuando sucede, el placer puntúa doble. También, como ya es regla en Del Toro, no es menos verdad que la obsesión (eso es) de componer un universo entero en cada instante, en cada fotograma, por momentos hace que la narración o se detenga o resulte atropellada. Pero pasa pronto. Sea como sea, lo que queda es la sensación de un viaje al fondo de, en efecto, el misterio, el misterio puro y triste de lo que vive. Nada tan monstruoso como vivir… ¡Cabrones!