Durante la noche del 14 al 15 de abril de 1912, el Titanic encontró su final en las aguas del Atlántico Norte. El «insumergible» coloso chocó contra un iceberg y se hundió en menos de tres horas, llevándose consigo más de 1.500 vidas. Lo que comenzó como un viaje inaugural lleno de promesas terminó convertido en una tragedia que nadie olvidaría.
Sus restos permanecieron en paradero desconocido durante más de 70 años, hasta que la madrugada del 1 de septiembre de 1985 fueron descubiertos. Un grupo de investigadores a bordo del buque Knorr observaba imágenes granuladas en blanco y negro que llegaban desde las profundidades del Atlántico.
Lo que parecía un simple cilindro metálico se transformó en el hallazgo más esperado: los restos del Titanic,símbolo de lujo y modernidad. Lo que el mundo desconocía entonces era que aquella búsqueda icónica escondía una misión militar ultrasecreta en plena Guerra Fría.
El cocinero del equipo fue quien corrió a avisar al científico jefe, Robert Ballard, que se hallaba en su camarote. «Ni siquiera terminó la frase. Salté. Literalmente me puse el traje de vuelo encima del pijama, que no me quité hasta varios días después«, recuerda en una entrevista con la CNN el experto, actualmente científico emérito sénir del Instituto Oceanográfico Woods Hole de Massachusetts.
Al llegar a la sala de control, no hubo dudas: «Teníamos una foto de la caldera en la pared, y la miramos. Nos dimos cuenta de que definitivamente era del Titanic, y se armó un alboroto«. El hallazgo era histórico, pues resolvía lo que durante décadas había obsesionado a los investigadores y a la sociedad, pero detrás había una historia aún más intrigante.
Una búsqueda con doble propósito
La expedición no fue, en realidad, un viaje de exploración desinteresado. Ballard llevaba años buscando financiamiento para desarrollar un vehículo de imágenes de aguas profundas al que bautizó ‘Argo’. La Marina de Estados Unidos aceptó apoyarlo, pero con una condición: primero debía inspeccionar los restos de dos submarinos nucleares hundidos en los años sesenta, el USS Thresher y el USS Scorpion.
«Lo que la gente desconocía en aquel momento, al menos mucha, era que la búsqueda del Titanic era una tapadera para una operación militar ultrasecreta que yo realizaba como oficial de inteligencia naval«, ha confesado Ballard décadas después. «No queríamos que los soviéticos supieran dónde estaba el submarino», añade. La operación se mantuvo en secreto durante años.
Aun con la tecnología de Argo, Ballard no era optimista. El tiempo asignado era corto y un equipo francés, con un sonar avanzado, buscaba en paralelo. Según el acuerdo, los franceses hallarían el naufragio y Ballard lo documentaría después. Pero no ocurrió así.
La clave fue una intuición que Ballard obtuvo al cartografiar el campo de escombros del submarino Scorpion. Allí descubrió que los restos se extendían a lo largo de más de un kilómetro y medio, arrastrados por las corrientes. Comprendió entonces que el Titanic debía haber dejado una huella aún mayor.
«Fue la tecnología y el conocimiento de cómo usarla», explica Dana Yoerger, científica sénior en robótica marina de Woods Hole y miembro del equipo, quien matiza que «lo que condujo a nuestro éxito fue la estrategia de Ballard». «No buscaba encontrar el barco, sino el campo de escombros, que es un objetivo mucho más grande y particularmente fácil de encontrar a simple vista», desarrolla.