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La juventud de Pellizzari luce en las laderas calcinadas de El Morredero en una etapa sin incidentes graves en la Vuelta

El protagonismo en la Vuelta fue esta vez para la tristeza de las laderas calcinadas, el paisaje desolador de El Alto del Morredero, en el corazón del Bierzo, el resultado de los incendios de agosto mostrado a todo el mundo. Las banderas palestinas y las manifestaciones contra el genocidio en Gaza se quedaron en la ciudad de Ponferrada, una concentración controlada esta vez. El jovencísimo Giulio Pellizzari, la gran esperanza del ciclismo italiano, levantó los brazos en solitario ante la pasividad desesperante de Jonas Vingegaard y Joao Almeida, los dos favoritos que no se atreven a atacarse. [Narración y clasificaciones]

Que lo dejan todo para el jueves en Valladolid, una contrarreloj de 27,2 kilómetros. Y para el sábado en la Bola del Mundo, la Sierra del Guadarrama que decidirá el sucesor de Roglic. Dos citas para romper una distancia que no supera el minuto (con 50 segundos parten mañana). Pero ni esa igualdad logra hacer interesante esta Vuelta, sin emoción ni ciclismo ofensivo. Marcada por lo extradeportivo.

«Había viento de cara y nadie quería gastar más que los demás», confesaba en meta Almeida la clave de una ascensión tan dura como aburrida. El portugués se limitó a aguantar, a su ritmo siempre diésel. Hubo un rato que miró e intercambió palabras con su rival, como si no entendiera por qué no le atacaba. Porque ni una vez lo probó el líder. Un conservadurismo que no hizo lucir el trabajo previo de todos sus compañeros. «No ha tenido su mejor día», admitía después Sepp Kuss.

La batalla la desencadenaron los secundarios en la general. Red Bull Bora fue el equipo más ambicioso cuando se aproximó la enorme subida final, marcada por el vendaval. Probó Jai Hindley, en busca del podio. Pero Tom Pidcock aguantó sin problemas. Entonces fue su compañero Pellizzari, el maillot blanco, quien insistió hasta marcharse en solitario para marcar en su palmarés un bonito punto de partida. A sus 21 años, sexto del pasado Giro, le reza toda Italia para volver a tener un gran ciclista, un aspirante a Grandes Vueltas, el nuevo Nibali.

Esta vez la incertidumbre en la Vuelta más caótica que se recuerda no sólo fue por las protestas propalestinas que en las jornadas previas han traído de cabeza a la organización y a los ciclistas. A primera hora del miércoles en la salida del Barco de Valdeorras (en el triste corazón de los desoladores incendios de hace unas semanas) no se sabía si, por segundo día consecutivo y por tercero en lo que va de ronda se iba a poder llegar a la meta. En el Alto de El Morredero, allí donde dejaron su impronta Roberto Heras en 1997 y Alejandro Valverde en 2006 (aunque esta vez se ascendía por una inédita y más dura vertiente, tras ser asfaltada después de la pandemia), soplaba el viento a más de 50 kilómetros por hora. Lluvia y niebla. Y ni las pancartas ni las vallas se sostenían.

Así avanzó la etapa, con una numerosa escapada no consentida. Porque las oportunidades se acaban y todo sigue tan abierto, 48 segundos que no son nada entre Vingegaard y Almeida, con la contrarreloj amenazante del jueves en Valladolid. El Visma enfiló al grupo pasando Ponferrada, arrimándose a esos primeros kilómetros de puerto, como una pared, tres de ellos consecutivos por encima del 12% de desnivel. No hay muchas ascensiones así en toda España. Apenas resistían Samitier, Tejada, Tiberi y Leemreize, neutralizados a falta de 12 kilómetros (el último, el español del Cofidis).

Lo que parecía, al fin, una bonita batalla, fue otro día de recelos. El viento aplacó los ánimos y de ello se aprovechó Pellizzari.