Entre una serie fallida pero comentable y otra equilibrada pero olvidable, siempre elegiré la primera. La novia es esa serie: su trama avanza a trompicones, algunos de sus personajes existen por motivos que no termino de entender y, en general, la cosa es como un coche en perpetuo accidente. Ahora bien, el vehículo es lujoso y el accidente es hipnótico. Además, conduce Robin Wright.
La icónica actriz, establecida en un extraño limbo como estrella, utiliza su enigmática presencia para, por un lado, darle empaque y glamur a La novia y, por otro, para que sus grietas sean todavía más evidentes. La serie es un despropósito y a la vez una interesantísima exploración de algunos de los rincones más oscuros de la condición humana. La forma con frecuencia derrapa y cae en el disparate; el fondo permanece, creíble, inquietante y muy muy muy perverso. La novia no quiere ser mamarracha pero lo es, mucho. Tampoco quiere ser elevada y sin embargo, en algunos momentos merece el sobado adjetivo shakesperiana mucho más que Succession.
La novia de La novia es Cherry (Olivia Cooke, la reina Alicent de La casa del dragón), una joven mediocre y ambiciosa que enamora al pavisoso y riquísimo Daniel (Laurie Davidson) ante la desconfianza de Laura (Robin Wright), la madre de él, que no se fía de esa chica tan sexy y tan mentirosilla por la que su hijo pierde el culo. Los manejos de Cherry, obvios y un poco chabacanos, contrastan con el guante de seda y acero con el que opera Laura, pero quien tiene loco a Daniel es Cherry, y contra eso, poco puede hacer su madre. Menos, en un thriller como La novia, claro. Que comience el festival de putadas, mezquindades, ataques y contraataques de dos mujeres peligrosas. Y que nosotros lo veamos.
Disponibles en Amazon Prime Video, los seis episodios de esta serie, que adapta una exitosa novela de Michelle Frances, son tan entretenidos que hasta el crítico de televisión más pedante (¡hola!) reconocerá sin problemas haberlos visto todos, cuando con uno o dos ya queda claro ante qué serie nos encontramos.
Bajo su ruidosa fanfarria de giros, revelaciones y puntos de vista cambiantes, La novia retrata bajísimas pasiones humanas como pocas series de las que se dicen adultas. Esta serie, coproducida y codirigida por (oh, sorpresa) Robin Wright, consigue que su delirante propuesta se ancle en algo tan sólido como la autoridad en pantalla de su actriz más importante. Tras redefinirse como señora del lado oscuro en House of Cards, Wright aborda papeles como la Laura de La novia con un aplomo impagable. Eso es una auténtica estrella. Una que sale ilesa (y peinada) del accidente del coche que ella misma conducía.
Llego al final de La novia arrastrado por dos fuerzas. Una es Robin Wright, prodigio de fotogenia y frialdad, pero también de vulnerabilidad en el plano. La otra es la promesa, de sobra cumplida, de que la serie tendrá un final explosivo. El cierre de La novia tiene todo lo que tiene que tener y más: es circular y, a la vez, no cuadra del todo, rima y chirría, apela a Hitchcock y a Dinastía, es polipiel y encaje. Pero un guion perfectamente limpio y calculado no dejaría espacio para determinadas sobradas que, seamos sinceros, nos alegran la vida cuando decidimos ver una ficción así. Bajo esta serie que parece estar parodiando al mejor Fincher (e imitando al peor De Palma) hay unas cuantas inteligentísimas reflexiones sobre la familia, la pareja y sus mecanismos de poder. La novia es muy fallida y muy, muy comentable.
