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La voz de Hind conmociona la Mostra de Venecia con su grito contra el genocidio en Gaza: «¿Cómo hemos permitido que una niña suplique por su vida?» (*****)

La pregunta es siempre la misma: cómo mostrar lo atroz sin convertirlo en espectáculo, sin caer en el ritual en red del espanto. La voz de Hind, de la directora tunecina Kaouther Ben Hania, cuenta un episodio, uno de los más sangrantes (y ya son), del genocidio permanentemente televisado y siempre a la vista de Gaza. El 29 de enero de 2024, la niña del título, de seis años de edad, fue asesinada junto a sus dos tíos y sus cuatro primos por el ejército israelí en el barrio gazatí de Tel al-Hawa. También fue masacrada la ambulancia con sus dos cupantes que acudía en su socorro. El coche en el que viajaba la familia Rajab recibió 355 impactos de bala. La película, íntegramente rodada en el centro de emergencias de la Media Luna Roja, no deja ver ni escombros ni destrucción ni sangre ni soldados amenazantes. Simplemente se ve –puesto que se ve no solo se escucha– una voz, el llanto sostenido de auxilio de Hind Rajab y la desesperación muda de todos. Nada más.

Lo que queda es un monumento recibido en pie en la sala de prensa con una ovación –no exactamente de entusiasmo, aunque también, sino más bien de rabia– más allá del minuto de duración. Apenas entró el equipo de la película en la comparecencia ritual ante los medios, la actriz Saja Kilani tomó el micrófono. «Basta de matanzas, hambruna, deshumanización, destrucción y ocupación continua», dijo. Pasará el tiempo y el Festival de Venecia 2025 será por siempre La voz de Hind. Imposible imaginar un León de Oro más evidente.

La película se puede entender como una consecuencia, antes que una continuación, del cine que Kaouther Ben Hania ha desplegado hasta el momento. La directora de El hombre que vendió su piel y de Cuatro hijas no se deja arrastrar por la urgencia de lo narrado e insiste en trenzar realidad y fabulación en un virtuoso juego de espejos entre lo cierto y lo irrenunciable; entre la emoción y la más elemental verdad. La película, como tantas otras, advierte que está inspirada en hecho reales. Pero esta vez no se trata del protocolario aviso que tiene más de desconfianza en la ficción que de fe en lo real.

Los hechos están ahí, intactos; las voces que se escuchan son las registradas en las instalaciones de la Media Luna Roja el día que pasó todo. Los actores sustituyen a sus personajes, pero lo hacen casi de puntillas y dejando claro en todo momento que son lo que son: intérpretes de vidas que no son las suyas. De hecho, por momentos, la pantalla de un móvil que deja ver imágenes de los protagonistas reales sobreimpresas sobre los actores hace que la mirada del narrador (es decir, de la propia directora) entre en plano. Suena complicado, quizá laberíntico, y, en verdad, es solo transparente.

Ya en Cuatro hijas, documental nominado al Oscar, sucedía algo similar. Entonces se narraba la historia de Olfa Hamrouni, la mujer que alcanzó la fama de manera muy dolorosa cuando en 2016 arremetió contra su gobierno en Túnez por no impedir que dos de sus cuatro hijas se unieran al Estado Islámico. La directora proponía a dos actrices (Nour Karoui e Ichraq Matar) que interpretaran a las mujeres desaparecidas. Y que lo hicieran junto a las otras hermanas que en ese momento pasaban a desempeñar el papel de hermanas en la realidad y en la ficción a la vez. Y con la madre, lo mismo. Ella hacía de sí misma, pero, en según qué momentos especialmente comprometidos, la actriz Hen Sabry le tomaba prestada su vida. Y todo ello mientras se rueda el instante en el que se rueda la película misma.

Ahora el dispositivo, como dicen las escuelas de cine, es más sencillo, pero igual de frontal y infinitamente más brutal. No se trata solo del efecto que provoca la proximidad de la barbarie televisada a diario desde Palestina, que también, sino el poder demoledor de lo imaginado desde el patio de butacas. No importa lo que se ve sino lo que está. Y lo que está ahí delante de una mirada que solo escucha es un ejercicio de cine emotivo hasta el dolor, un ejercicio de cine que discurre todo él por la parte de atrás, allá donde habitan los más temibles monstruos, los más obscenos. Tremendo. Insoportable.

La misma actriz que respondió presta al aplauso culpable de la prensa, lo dejó claro: «La historia de Hind trata de una niña que llora. Y la verdadera pregunta es: ¿cómo hemos permitido que una niña suplique por su vida? Nadie puede vivir en paz mientras un solo niño se vea obligado a implorar por su supervivencia». A su lado, la propia directora, más didáctica, prefirió antes dar las gracias: «Fue un fuerte deseo y un sentimiento de ira e impotencia lo que dio origen a esta película. Pero estuve rodeada de gente maravillosa, con todo el apoyo de la madre y la familia de Hind y de todos los trabajadores de la Cruz Roja, quienes son los verdaderos héroes de esta historia».

De entrada, al proyectó le costó salir adelante sin prácticamente ayudas de ningún tipo. Y así hasta la semana pasada que figuras como Brad Pitt , Joaquin Phoenix , Rooney Mara , Alfonso Cuarón y Jonathan Glazer accedieron a figurar como productores ejecutivos. Phoenix, un paso más allá, estuvo presente en la rueda de prensa.

El resultado es una película que ya ha marcado Venecia, que determinará el año y que es imposible mirar sin que pique el pudor y la vergüenza; una película que cuenta más allá de lo que se cuenta; una película que y duele y se duele; una película que, en verdad, se proyecta en un territorio esencialmente compartido. Y de aquí, sin duda, la culpa de todos. Monumental.