A primera vista, László Krasznahorkai no manifiesta melancolía. Tampoco un gesto feroz o una mueca significativa contra nada. Húngaro errante, en su escritura saca punta a lo terrible. Quiero decir: la suya es expresión poderosa de un ciudadano impulsado por ideas para las que necesita la literatura, una literatura desasosegante, demorada, dispuesta a no ceder. Una escritura hecha de ideas adversas.
Reconoce su falta de simpatía por los periodistas, desconfía de los políticos, no cree que este mundo tenga arreglo. Él viaja y conoce. Observa y se confirma en sus desacuerdos. Pertenece al linaje de los escritores que exigen tiempo para entrar en su espesura (Bernhard, Cartarescu, Handke…) y parece no importarle demasiado estar un poco a solas casi siempre. Normal que colabore con un director de cine denso como Béla Tarr, del que no sabes cuánto es cine y cuánto es una sobredosis de su condición húngara.
László Krazsnahorkai también está en línea con el espíritu de un poeta que nada tiene que ver con su tradición, aunque sí cerca de sus prioridades: Fernando Pessoa. Autores con un cifrado particular. Ambos trabajan con un propósito hermoso: amplificar el idioma. Si sales entero de la lectura es posible adivinar su ambición literaria, esa vocación de comprender el oficio como una vía de ensanchamiento de la conciencia. El recién Nobel rehúye de los nuevos modales instaurados por la cultura digital: el exhibicionismo, la manipulación, la perversa ficción de confundir adrede lo real. No por estar fuera de norma, sino por norma propia, por pura protesta y por renuncia de lo evidente.
En las novelas de Krazsnahorkai la desolación funciona como pértiga. Y su país, Hungría, es la representación de lo hecho pedazos, una construcción absurda y peligrosa. Todo empezó al comprender qué significaba espigar en un país comunista y cómo éste descompone al instante cualquier alternativa a su opresión. Puede que sea una de las raíces de su obra, esa perplejidad y ese rechazo al enterarse de cuánto carece de sentido en esta era perra. Y aun así, leerlo trae algo gozoso, una ráfaga de poesía que potencia el extrañamiento. Un desacato a la inquisición, a la frívola solemnidad y al puritanismo de alrededor.
