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Los domingos: Alauda Ruiz de Azúa pone a debatir sobre religión con su iluminada y muy laica fe en el cine (****)

Los prejuicios tienen mala prensa. Kant y la Ilustración en general los condenaron como fuente inequívoca de error y el hablar popular ha hecho suyo este ideario hasta el punto de que descubrir en el oponente algo parecido a una idea asumida por motivos tan dispares como la historia, la clase social o el interés lo condena. Y ahora la pregunta, pero, y como sostenía Gadamer (otro filósofo), ¿acaso es posible razonar (y hasta ser) fuera de la historia, la clase social o el interés? La última película de Alauda Ruiz de Azúa, una de las voces más claras de su generación, trata de esto. Por lo menos, en sus formas. Ella, que se confiesa atea, quiere entender «sin prejuicios» por qué una joven, quizá menor de edad y de futuro prometedor (no lo hace para sobrevivir a la precariedad material), puede decidir un buen día dejarlo todo para hacerse monja, monja de clausura. Pero la directora también quiere que en la conversación, que además es reflexión, entremos todos, tanto los que al lado de ella no llegamos como los que, desde la esquina contraria, viven el –alérgico a razonamiento alguno– privilegio de la fe. Pues eso parece ser el supuesto don por las ventajas de tranquilidad y paz que reporta. Amén.

Los domingos, así se titula el prodigio de cine sutil que desembarcó el poco santo lunes en San Sebastián, cuenta el cataclismo que vive una familia el día que la hija mayor (a la que da vida con una calculada mirada ausente Blanca Soroa) decide dejarlo todo, o casi, para abrazar el todo. Basta un artículo determinado para dar la vuelta a una frase. La madre hace tiempo que murió; el padre (Miguel Garcés), abrumado por las deudas y con la cabeza en otra cosa, se desentiende, y la más agnóstica y combativa tía (soberbia en la ira Patricia López Arnaiz) entra en el cuerpo a cuerpo (que también es el alma a alma) por revertir una decisión que no entiende por la sencilla razón de ser por naturaleza inexplicable. La fe, de nuevo, tiene estas cosas.

De principio a fin, la nueva propuesta de la directora de Querer, fiel a su ideario de cine transparente y emocionante hasta doler, otorga al espectador la gracia y virtud de un relato que vibra en cada personaje, en cada plano, en cada desengaño (que los hay). Todos los miembros de la familia tienen sus motivos, sus esperanzas y sus crisis. Y la película, toda ella, les acompaña, les atiende y les respeta con una sutileza, profundidad y pudor conmovedores. Además de ciertos y duros. Los domingos está enteramente construida sobre, efectivamente, la fe, la fe en el cine, la fe –laica pero fe (valga el contrasentido)– en una imagen que lo mismo retrata trenes que almas suspendidas a dos metros del suelo para no solo narrar sino tocar la misma mirada. Y ahí, se queda a vivir.

La película opta por la contención hasta unos extremos en verdad admirables. En un país tan dado a las hogueras, el que alguien se tome el tiempo para escuchar, razonar y conceder el mismo espacio a todos, cada uno con sus evidentes prejuicios, no solo es cinematográficamente brillante sino políticamente oportuno. O, al menos, interesante. Y no es tanto por la siempre funesta equidistancia como por aquello de admitir que quizá no haya forma de sacudirse los tan denostados prejuicios sin arrancarse la misma piel con ellos. Y con ellos, la propia vida. «Por muy crítica que puedas ser con la institución eclesiástica, tienes que admitir que hay personas que tienen la creencia que tienen y tienes que luchar por entender que hay gente que vive lo que vive de manera plena. Te enfrentas a algo o una persona que te puede parecer paranormal, pero ella siente lo que siente. Y ¿cómo convences a alguien de que no es real lo que siente si ella lo siente?», dice la directora por aquello de razonar lo irrazonable.

Y así, al hilo de las reuniones familiares dominicales en casa de la abuela, van surgiendo las dudas, las preguntas y las muchas paradojas. ¿Qué pensaríamos si la novicia en cuestión abrazara una fe que no fuera la católica? ¿Sería en ese caso la familia, tradicionalmente tradicional, igual de permisiva? ¿Por qué la sociedad, toda ella, mira a otro lado cuando un credo decide buscar a sus adeptos entre menores de edad por mucho que cuente con el permiso de los padres? ¿Qué hace un Estado aconfesional o laico subvencionando una educación no estrictamente aconfesional o laica? Pero no respondan todavía. Hay más. En una sociedad que admite sin rubor la desigualdad, la pobreza y hasta la miseria, ¿no es acaso una opción legítima apartarse de ella y hacerlo en un convento si fuera necesario? ¿Desde dónde, como mantiene la propia directora, alguien puede negar a otro un sentimiento por muy incomprensible que éste sea? Y así.

Los domingos hace un esfuerzo titánico y hasta memorable por no desequilibrar la balanza, por no abandonar nunca la transparencia, la claridad, la, ya se ha dicho, fe en el cine. Se diría incluso que para curarse en salud la directora se sacrifica ante el espectador y otorga mucho más tiempo, vehemencia y espacio a la postura que no es la que ella admite tener en su vida diaria que a la contraria. De hecho, y esto es crítica, la voluntad de verdad, llamémoslo así, hace que la balanza se desequilibre ligeramente. Sorprende, de hecho, el maltrato digamos piadoso que sufre el personaje de López Arnáiz, la tía que no entiende lo que, ¡pobre!, no tiene explicación. No solo es engañada por los hombres, sino que ella misma, en su desesperación sin fe, se arroja a una espiral autodestructiva algo irracional. Se diría que pierde la fe que no tiene.

Sea como sea, permanece la emoción y la duda. Y el rigor y el sentido. Y, sobre todo, eso que muy genéricamente se podría llamar cine, cine deslumbrante en su claridad. Por otro lado, si el cine está ahí para abrir conversaciones, debates y provocar algo insomnio, bienvenida sea Los domingos.Gadamer mantenía, por resumirlo mucho, que los únicos prejuicios malos son aquellos que no se reconocen, pero que pensar sin prejuicios no es pensar. Pues eso.