Hasta llegar a Sentencia final, habíamos visto a Ethan Hunt-Tom Cruise saltar en moto al vacío, escalar el Burj Khalifa con ventosas, pasear por los techos de toda la red ferroviaria mundial en caída libre, superar el récord mundial de buceo en apnea o jugar al Enredo con dos helicópteros en las cimas de unas montañas muy nevadas. Uno se imagina al equipo de guionistas mirándose a las caras en las reuniones previas al último episodio de la serie y peguntándose: ¿Y ahora qué? Probablemente, y por elevación, en uno de esos encuentros preparatorios alguien planteó la posibilidad de, directamente, matarlo. ¿Y si muere y acto seguido resucita? Segurísimo que alguien propuso la idea y seguro que algún compañero algo más templado la descartó ante la posibilidad cierta de que el propio Tom Cruise aceptara, pero, como siempre, sin dobles y sin truco. Definitivamente, no hay seguro que cubra eso.
Digamos que la última entrega de la saga de ocho película bajo el sello M:I acepta, aunque sea de forma simbólica, el reto de la resurrección y, en un ejercicio desmedido de megalomanía (o egomanía, como se quiera), se atreve a todo. Es más larga, más enrevesada, absurda hasta más allá de lo razonable, por momentos insoportablemente pomposa y Tom Cruise ocupa cada segundo de celuloide sin el menor amago de pudor. Y así hasta que se sube a un avión rojo y todo se olvida. En una de esas escenas para el recuerdo salta de la cabina, se cuelga de las barras, pasea por las alas, da vueltas y vueltas y, finalmente, alcanza al villano interpretado por Esai Morales que monta el avión amarillo. En efecto, la sensación es la de la misma muerte a miles de metros sobre el suelo hasta que, acabado todo, resucita él y con él, todos nosotros. Importa el más difícil todavía, pero, y sobre todo, importa la sensación de reconocimiento, de excitación y, llegado el caso, de verdad. No es tanto asombro, que también, como el vértigo de sentirse vivo y exageradamente entretenido en una sala de cine. De eso va todo esto.
Por si alguien ha llegado tarde, conviene dejar claro que lo de Misión Imposible es, en verdad, más ironía que eufemismo. Para esta gente, como para los vendedores de zapatillas, Impossible is Nothing. De otro modo, la pérfida Inteligencia Artificial de la entrega anterior, también conocida como la Entidad, tiene que ser derrotada merced a la píldora creada por el genio Luther que envenena (sic) el dispositivo de nombre Podkova (más sic). No puede ser de otro modo y no me miren así. Y esto no es ni argumento ni mucho menos spoiler. Estamos, lo crean o no, ante el sentido mismo de la civilización occidental desde antes incluso del Concilio de Trento. En el ideario cienciológico en el que nos movemos, no es casualidad que el arma para derrotar al mismísimo diablo de la IA sea una llave con forma de cruz cristiana y el responsable de semejante hazaña no sea otro que un Tom Cruise investido por Hollywood y ahora por Cannes (las dos iglesias fundamentales de esta religión con cada vez menos templos y menos templarios) como mesías del nuevo cine de entretenimiento. Es más, el elegido no solo se limita a salvarnos como lo haría cualquier superhéroe o profeta de medio pelo, él se ofrece en sacrificio como el cordero pascual por todos nosotros espectadores que llevamos años entregándonos sin pudor a la herejía de Netflix. Amén.
En definitiva, esto no va de si Misión imposible: sentencia final está bien o mal (está, pese a ese guion muy mejorable, muy bien), acaba una era o empieza otra (esto quda ahí), certifica el fin de Tom Cruise o su renacer clonado en las yemas de sus propios dedos (lo segundo siempre), o si viene o va (las dos cosas). Esto no va de razonar con argumentos más o menos sensatos o cinéfilos. Esto es una cuestión de fe. Y el que firma, para que no haya malentendidos, es creyente, creyente en un cine tan básico como gozoso que convierte el estupor en virtud teologal y el aburrimiento en el más evidente de los pecados, por supuesto mortales. Piénsenlo, desde su nacimiento allá en 1966, Misión imposible antes que simplemente una serie de televisión fue una ceremonia estructurada en cuatro ritos (la de los títulos, la del dossier, la del apartamento y la del plan); una eucaristía laica a los sones de un Lalo Schifrin transfigurado en Bach; una liturgia en la que Ethan Hunt, el hombre que puede ser cualquier otro hombre máscara mediante o todos los hombres a la vez, más que cura siempre ha sido Papa.
Y sí, desde esta estricta y muy pía perspectiva, se puede decir que el nuevo y último show del binomio formado por Christopher McQuarrie y Cruise –secundados por los apóstoles Hayley Atwell, Ving Rhames y Simon Pegg– es digno de santidad. Otra vez amén. De nuevo, como es regla en la saga entera, de lo que se trata es de mantener intacto el dulce placer que produce la mezcla de lo muy improbable con lo poco verosímil. Siempre en el límite. La gracia consiste en mantener intacta la sensación de dulce mentira. Y hacerlo con gracia. Sabemos que lo que ocurre en la pantalla no puede ser cierto, pero también somos capaces de imaginar que, de ser verdad, seríamos más felices. Amén.
Sentencia final partía con el problema de superar o, cuanto menos igualar, la más que gloriosa despedida de su predecesora a lomos de un tren vertical que en un bucle prodigioso unía a Lumière con el Ethan Hunt: al fundador y a su último exégeta. Y a ello se aplica a torso desnuco el casi pensionista con la misma fruición de siempre. Ahí están los aviones mencionado. Y la inmersión en el mar de Bering en la escena de acción a cámara lenta (por el agua) más espectacular y larga de la historia. Y todas cada una de las carreras de Cruise (nadie corre ni tan raro ni mejor que él). Y todas las citas a cada una de las escenas memorables de las entregas anteriores. ¡Ay, la nostalgia! ¿Pero hubo alguna vez una espía mejor que Ilsa (Rebecca Ferguson)? ¿Y qué decir de la pobre Julia (Michelle Monaghan)? ¿Y se acuerdan del hombre que descubría el cuchillo que caía del techo en la secuencia mítica de la primera de las películas? Esto último, por cierto, tiene ahora gozosa réplica.
Si echamos la vista atrás, y por honrar a la serie completa de películas que nacieron de la serie sesentera creada por Bruce Geller, la idea siempre fue hacer del trampantojo argumento, no sólo herramienta o decorado; puro placer a apenas unos segundos de la autodestrucción. Y eso, claro está, marca. Primero fue Brian de Palma; luego, John Woo; después, JJ Abrams, y justo antes de que McQuarrie sentara las bases de este nuevo y último concepto, Brad Bird. Los dos primeros eran veteranos y los dos últimos debutaban como directores después de una larga trayectoria en asuntos paralelos: Abrams venía de la tele; Bird, de hacer animación en Pixar. Y así hasta llegar al milagro y culmen de Fallout, que directamente hacía explotar los diques de lo razonable. Pocas sagas tan perfectas en su desarrollo, tan plenas y tan entregadas a la gloria de un actor con aspecto de inmortal (en sentido literal y figurado). Justo es por tanto que en esta última Tom Cruise se dé un auténtico baño de Tom Cruise. Muerto y resucitado. Amén.