En la escena del vals de El Gatopardo, de Luchino Visconti, no se podía ser más actriz que Claudia Cardinale. En un momento, la italiana era una presencia casi naíf, vestida de blanco, sacada de un mundo de princesas.Miraba de abajo a arriba a Burt Lancaster y se dejaba llevar, con la cabeza alzada, la mano izquierda desmayada y una sonrisa abrumadora. Al momento siguiente, el plano se acortaba y Cardinale le hacía una confidencia al hombro de su padrino y pareja de baile, el Príncipe de Salina. Y, entonces, se escuchaba su voz aguardentosa apenas un poco por encima de la música de Strauss, y resultaba que la niña mutaba en matriarca, ponía firme al príncipe-Lancaster y dejaba al presuntuoso personaje de Alain Delon muy oscurecido, al fondo de la escena.
Claudia Cardinale tenía 24, 25 años cuando El Gatopardo y estaba en el momento justo en el que su carrera despegaba desde el cine de autor europeo hasta Hollywood. En ninguno de los dos mundos existía una estrella como ella: ni Sofia Loren, ni Brigitte Bardot, ni siquiera Liz Taylor tenían la presencia retadora de Cardinale. Los ojos maquillados en negro, el pelo corto, el tabaco, la leyenda de sus humillaciones y sus resurrecciones… Seis décadas después de El Gatopardo, la actriz ha muerto a los 87 años.
Hay una película tunecina de 1996 que seguramente no sea gran cosa en comparación con las seis o siete obras maestras de Cardinale, pero que sirve para explicar su origen.Se llamaba Un verano en La Goulette (Férid Boughedir, 1996) y retrataba la vida en la costa de Túnez en los años 50, justo antes de la Guerra de los Seis Días, cuando judíos, musulmanes y cristianos dejaban pasar en la playa y en paz sus veranos y sus enamoramientos.
La Goulette es el suburbio de Túnez en el que Cardinale, hija de italianos y criada en francés, vivió su infancia y en el que fue descubierta por casualidad. «Túnez es el país que amo más. Lo admito. Amo a Francia, amo a Italia, pero Túnez sigue siendo el país que llevo en mi corazón», dijo Cardinale en una entrevista publicada por ELMUNDO en febrero pasado. En la última escena de Un verano en La Goulette, Cardinale aparecía interpretándose a sí misma, en un feliz regreso a casa después de 40 años.
Por supuesto que, al principio, Cardinale no fue la gatoparda en la que se convirtió después. Al contrario, al principio fue una niña moldeada por su descubridor, empresario, amante y tirano, Franco Cristaldi, productor de Visconti, Pontecorvo y Pietro Germi, entre otros, e impulsor de la carrera de Cardinale. Su primera aparición relevante fue un papel breve y turbador en Rocco y sus hermanos.
Su primer papel protagonista fue el de Cartouche, una película de espadachines junto a su pareja perfecta, Jean-Paul Belmondo. «Belmondo y yo nos divertimos mucho. Nos escondíamos debajo de las mesas en las cenas aburridas y nos tirábamos trozos de pan», contó Cardinale en su entrevista de febrero. Después llegó El Gatopardo y 8 1/2, de Fellini.
La imagen de Cardinale en 8 1/2 no es menos icónica que la de El Gatopardo: vestida de satén o con su vestido de cuervo, sobre expuesta con una luz blanca sobre un fondo tenebroso, bella a más no poder, Cardinale se convertía en una especie de diosa bajada del Olimpo, en algo más que una humana ante los ojos neuróticos de Mastroiani. Mastroiani, por cierto, se enamoró de Claudia, pero Claudia no lo tomó en serio.
«Cuando sonríe, sus ojos se convierten en dos agujeros negros, brillando con algo travieso, salvaje, intenso, sureño», escribió sobre Cardinale en esa época, Alberto Moravia, que le dedicó un libro a Cardinale y vio como protagonizaba la adaptación de su novela Los Indiferentes.
Ese camino intelectualizante y deshumanizador no tuvo continuidad porque lo siguiente para Cardinale fue Estados Unidos. En La pantera rosa cantó y bailó y estuvo graciosa al estilo de Ann-Margret. Hubo un puñado de películas comerciales más junto a estrellas como Rock Hudson, pero Cardinale había llegado demasiado tarde para la Edad Dorada de Hollywood y demasiado pronto para el Nuevo Hollywood.
Spaghetti
Antes de que acabara la década, la actriz italiana estaba en España, rodando Hasta que llegó su hora, de su compatriota Sergio Leone. Para él creó otro personaje histórico: el de la prostituta que pasaba de taimada a desgarrada en unos segundos. Una década después, su papel en la legendaria Fitzcarraldo de Werner Herzog consistió en llevar ese molde hasta el extremo del expresionismo.
Por el camino, ocurrió algo. Cardinale abandonó a Franco Cristaldi por el cineasta Pasquale Squitieri. Cristaldi decidió entonces boicotear la carrera de la actriz, que tuvo que volver a empezar en Europa. No fue el único trauma de su vida. Antes de que su carrera empezara y cuando aún estaba soltera, Cardinale, a los 19 años, había tenido un hijo al que crio en secreto para que ese dato no estropeara su imagen pública. Cuando Cardinale se rebeló contra ese régimen de hipocresía, se convirtió en una heroína del feminismo en Italia y Francia. Su biografía se llamó La Indómita.
Sólo queda hacer una cita más: Las petroleras (1971), otro spaghetti western rodado en España, unió a Cardinale a Brigitte Bardot. La imagen de las dos estrellas empistoladas es un tesoro del siglo XX.
