En Kigali, capital de Ruanda, en el Mundial más exótico y duro (quizás) de la historia, 267,5 km de recorrido, a 1.500 metros de altitud, con 5.475 de desnivel. En el Mundial más raro y más duro (quizás) de la historia, más que el de Colombia, en el 95, donde ganó Abraham Olano, más que el de Innsbruck, en 2018, cuando ganó Alejandro Valverde, no venció Juan Ayuso, que acabó octavo, sino Tadej Pogacar.
¿Quién si no? ¿Qué importa que Van der Poel, Van Aert o Pedersen hubieran renunciado de antemano a los tormentos de Ruanda? Pogacar rellena con su sola presencia cualquier ausencia, convertida en inane. Revalidó su título y obtuvo su victoria número 17 de la temporada y la 105ª de su trayectoria.
Quien se canse, quien se aburra de ver ganar a Pogacar, quien renuncie a apreciar semejante espectáculo mantiene con el deporte una relación de enemistad y otra de insatisfacción consigo mismo. Todo cuanto ocurrió antes de que el esloveno cruzase la meta carece de importancia y se resume en la sistemática tarea de desgaste devenida, con la distancia y el tiempo, en otra de demolición. Una heroicidad permanente kilómetro a kilómetro, pedalada a pedalada, que fue eliminando de modo natural a quienes, como en la vida animal, no se iban adaptando a las condiciones del entorno.
Reguero vertical
Un circuito al que sucedía otro para volver al inicial presentaba 15 pasos por cada una de las cotas cortas, pero durísimas, con los nombres de Kigali (Golf, Monte y Muro) y de Kimihurura. Un reguero vertical que fue dejando víctimas puntuales y preparando a otras, carne macerada, para ser las próximas. Para mayor erosión, la velocidad era muy alta en una atmósfera caliginosa, calor y humedad.
En el Monte Kigali, a 104 km de la meta, Pogacar no aguantó más la pasividad. Le estallaban las costuras. Según su costumbre, sin empinarse sobre los pedales, abrió hueco. Sólo le siguió Ayuso. A ambos se les unió Del Toro. Tres UAE (Ayuso lo sigue siendo hasta que acabe la temporada). En el Muro de Kigali, adoquinado, reventó Ayuso y fue alcanzado por un grupo de ilustres: Evenepoel, Roglic, Carapaz, Hindley, Hirschy, Healy, Pickock, Baggioli, Frigo, Ciccone, Seixas, Sivakov, Skjelmose… También Carlos Canal.
La carrera ya estaba definida, aunque no aún resuelta. Pogacar y Del Toro volaban. Por detrás, todos en su persecución. A esa pugna soberbia entre gigantes quedaba reducida la prueba. Pogacar ofrece el mayor espectáculo del mundo en el ciclismo. Los demás lo escoltan como una forma cercana de pleitesía más que de oposición. Aguantarle en un momento dado, disputarle la victoria en alguna oportunidad es un privilegio. «Yo quedé segundo detrás de Pogacar» vale casi tanto como «Yo gané a Pogacar». Entre otras razones porque es lo más frecuente.
Remco no estaba a gusto sobre su montura y, mientras esperaba a que se la cambiasen, perdió el sitio. Lo recuperó a base de fuerza y clase. A falta de 67 km, Pogacar se independizó de Del Toro. La carrera, que estaba definida, pero no resuelta, se decidió de golpe. Una historia conocida. Pogacar en solitario, lejos de la meta, contra el resto del universo conocido. Evenepoel era el segundo hombre más fuerte de la carrera. Dirigía todas las operaciones y nadie lo ayudaba. Ni Pidcock, ni Hindley, ni Christern, ni Ayuso, ni Seixas, ni Roglic, ni Tejada, ni Skujins, ni Honoré, ni Sivakov… Todos separándose, juntándose, defendiendo su propia suerte.
Ver a Pogacar en la inmensa gallardía de su suprema soledad admiraba y conmovía. El ciclismo volvía a contemplar a un rey engalanado con las más lujosas prendas y desnudo en su majestuoso aislamiento. Al esfuerzo inhumano se unía al talento sobrehumano para añadir otra joya a la corona real. Al cetro imperial. Sólo había realmente dos hombres en carrera: Pogacar en su unicidad a la intemperie y Evenepoel en la suya martirizando a sus compañeros, eliminándolos de uno en uno o de dos en dos.
Al último a Healy, pequeño monarca de Irlanda, tercero a más de dos minutos. Tal vez, si no hubiera sufrido un par de percances mecánicos y gastado tantas fuerzas le hubiera opuesto más resistencia al emperador esloveno. Si ante Pogacar, que sigue corriendo tras la sombra de Merckx, nos arrodillamos, ante Evenepoel, que llegó a minuto y medio, nos quitamos el sombrero.
Genuflexos y destocados, emocionados y exaltados, celebramos vivir una época del ciclismo como la actual, que renueva nuestra pasión por un deporte en el que la épica y la lírica comparten asiento en la actuación y la narración, pintando un único y sublime retrato.
