La claridad tiene mala prensa. Un filósofo (no diremos el nombre porque era demasiado oscuro) se obligaba a sí mismo a enturbiar sus textos si veía que se entendían demasiado bien. Lo hacía por vanidad (como casi todo en esta vida) y porque, en el fondo, estaba convencido de que despistar al lector es una de las mejores maneras tanto de resultar interesante como de dar con ideas nuevas que ni siquiera son tuyas. Ocurre con los oráculos. Está en su naturaleza dejar del lado de la interpretación (generalmente por expertos o sacerdotes) su sentido más elemental. Al cine de autor (u oracular) en ocasiones le ocurre algo parecido. En su vocación de discutir la estructura y significado de la propia narración hay veces que simplemente se deja llevar. No es profundidad, es pereza.
Por todo ello se agradece y entusiasma el esfuerzo tan lejos de la impostura y tan cabal en sus fundamentos de un director como Oliver Laxe empeñado película a película en depurar el lenguaje, aproximarlo al espectador, hacerlo transparente, limpio y claro. El último trabajo del responsable de O que arde es, a su modo, un punto de llegada. La arriesgada o radical propuesta de Sirat (el camino afilado como una cuchilla que conduce al paraíso) consiste no tanto en irse lo más lejos posible como, al contrario, muy cerca. Se trata de desnudarse de artificios y replicar desde lo más profundo los más antiguos y reconocibles relatos de viaje o de caballería, que siempre lo son hacia fuera, hacia países imaginarios y exóticos, para acabar siendo una detallada descripción del mismo alma, de lo de dentro. A su modo, es una película que trabaja sobre el arquetipo del cine de género para reivindicar un sitio tan perfectamente propio y único como, en efecto, compartido. Es un viaje, como al propio cineasta le gusta decir, físico, pero, y sin apabullar, metafísico. Pero siempre desde la más absoluta claridad. De hecho, pese a la oscuridad de lo tratado, es básicamente un viaje sanador, hacia la luz.
Se cuenta la historia de un padre (soberbio en su sinceridad Sergi López) y un hijo a la búsqueda de la que es también hija del primero y hermana del segundo. Mar desapareció hace meses en una fiesta o rave sin amanecer. Los dos viajan hasta donde se celebran las citas de música tecno sin tiempo y allí preguntan. Y así hasta que un día, en mitad de un desierto mítico y sin nombre, se unen a un grupo de desesperados raveros al encuentro de la fiesta definitiva. Por el camino, se desencadenará la tragedia y todos juntos deberán aprender a encontrar la misericordia, la luz de antes, en medio del drama más profundo, irrespirable y doloroso.
Sirat se mueve por la pantalla como una provocación en su hipnótica y explosiva sinceridad. Lo que se ve es un paisaje poblado por seres aparentemente extraños, fuera del mundo. Los raveros son auténticos marcianos desclasados para el padre de familia y éste ocupa el lugar de lo disparatado en el mundo sin reglas reconocibles a simple vista de los primeros. Pero, poco a poco, y a medida que se hace presente algo tan básico como el dolor, surge el reconocimiento. La clave, de hecho, está ahí, en reconocerse; en reconocer la forma arquetípica del propio relato común y en entender que ese sujeto que calificamos como diferente por ser, por ejemplo, emigrante en verdad responde a las mismas motivaciones que uno mismo. Somos ellos. Le gusta decir al director que, en el mundo polarizado y límite que vivimos, ésta es su película más política. Lo dice y se arrepiente ante la posibilidad de un titular que lo arruine todo. «En verdad», sentencia desde la altura de su larga melena y su acento pausado, «nada más político que la poesía». Y le creemos.
El resultado es un trabajo que conmueve y, en su sentido menos frívolo, entretiene (que no distrae) de manera casi impúdica. Hasta la explosión si es preciso. Sirat, y en esto tiene mucho que ver la música perfectamente graduada desde el estallido hacia la pausa, absorbe, magnetiza y vacía la mirada de amaneramientos. Sirat recuerda a Centauros del desierto con la misma claridad que trae a la memoria Stalker, El salario del miedo o, por qué no, Mad Max. Un periodista francés apuntó Mad Lax y nos lo quedamos. Definitivamente, el cine de Laxe no para de crecer. Hacia la luz.