Leo con tristeza que los hábitos de ocio de los jóvenes están llevando al ostracismo a las discotecas de todo el país. Parece que a los millennials y, sobre todo, a los zetas, no les seducen las luces estroboscópicas y pasan total de la lista de espera para entrar en la disco de moda y no parar de bailar en toda la noche. Prefieren el tardeo y las cervezas en los bares. Eso por no hablar de las consolas y los botellones. Ellos se lo pierden.
He sido asiduo a las discotecas y reconozco que lo pasé bomba. Recuerdo mis primeros bailes al ritmo de acid house en la pijísima El Callejón (muy frecuentada por la Panda del Moco), también grandes tardes en la mítica Jácara y por último, en la Ohm, en los bajos del Palacio de la Prensa de Callao. Siempre he pensado que los clubes eran lugares para el conocimiento personal y grupal. Allí descubrías música, moda y chicas. Antropología pura y dura. Aunque puestos a pedir, siempre he soñado con un viaje en el tiempo que me permitiera pasar una velada en la más perfecta discoteca del mundo: Studio 54. Me atrevo a decir que en este caso, una discoteca es mucho más que una biblioteca.
Inaugurada en el año 1977, se convirtió en un modernísimo Arca de Noé en el que todas las especies a proteger se mezclaban, se divertían y se trataban de tú a tú. El derecho de admisión gestionado por Steve Rubel, uno de sus creadores, jamás fue tan nazi y, a la vez, tan democrático. El revulsivo de la música disco capitaneaba los altavoces del local mientras artistas, chaperos, rock stars, deportistas, aristócratas, famosas y políticos bailaban como locos. Y se volvían locos. En todos los sentidos. Exceso, hedonismo, frivolidad, promiscuidad, clasismo y populismo. No se ha vuelto a repetir un caso igual.
Elizabeth Taylor celebró su cumpleaños tomando éxtasis mientras la fotografiaba el paparazzo Ron Galella. Andy Warhol patinaba en la pista de baile recopilando cotilleos para sus diarios incendiarios. Bianca Jagger aparecía subida a un caballo blanco. Los niñatos de barrio tomaban popper con Halston y Liza Minnelli. Democracia pura y dura. La purpurina, el lamé y la cocaína se llevaron a la perfección. Fuera complejos y preocupaciones. Sólo felicidad. Aquel maravilloso delirio definió como nadie al Nueva York de finales de los 70, y nunca tuvo una réplica a su altura.
El ingreso en prisión de sus dueños por una escandalosa evasión de impuestos supuso el cierre a una época irrepetible. Luego llegaron el arrepentimiento, la resaca, el sida y la moral del castigo por pasarlo bien. Todo lo que empieza, termina; todo lo que sube, baja. Así es la vida. Una noche en Studio 54 siempre será una asignatura pendiente. ¿Para cuando la teletransportación?
