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Una orquesta de estudiantes de Madrid en el gran templo de Nueva York: «Cuando nos lo dijeron, nos miramos pensando: ¿esto va en serio?»

En el mapa mental de cualquier músico suele haber puntos que brillan más que el resto, y el Carnegie Hall suele ser uno de ellos. Es sala, es concepto y es mito. Un escenario que huele a historia, donde los grandes dejaron huella y que los jóvenes sueñan con pisar alguna vez. Ya lo hizo Chaikovski en 1891,Billie Holiday en 1944 y los Beatles dos décadas después. Allí, en el Stern Auditorium de Nueva York, debutará mañana la Orquesta de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, bajo la dirección del maestro Andrés Orozco-Estrada y con el violinista francés Renaud Capuçon como solista. Setenta alumnos y 15 músicos de la Filarmónica Joven de Colombia compartirán escenario en una noche presidida por S.M. la Reina Doña Sofía, con un programa titulado Viaje al Nuevo Mundo. No podría llamarse de otra manera.

«Carnegie Hall es un lugar aspiracional para cualquier músico», dice Pablo Millanes, director de relaciones externas de la Escuela. «Para nosotros, tocar allí por primera vez es un hito. Y hacerlo con esta orquesta, con este repertorio y con este espíritu, lo hace aún más significativo. Representa el punto donde la enseñanza y la escena se funden. Donde el aula se convierte en escenario», explica. Ese cruce entre lo académico y lo artístico ha sido siempre el corazón de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, el proyecto fundado por Paloma O’Shea hace más de tres décadas.

Un proyecto de orígenes humildes -«Todo empezó con cuatro chalets alquilados en Pozuelo, donde reunía a profesores y alumnos», recuerda el Millanes- y altas expectativas. O’Shea, melómana de pura cepa y visionaria como pocas, recorrió el mundo buscando a grandes figuras para que impartieran clase en su escuela. «Desde siempre ha habido un ecosistema completamente internacional. Había estudiantes de todo el mundo porque los profesores también traían a sus propios alumnos». Hoy, la vocación internacional prevalece, más viva que nunca. Manhattan es tan solo un paso más. «Nuestros alumnos tocan más de 200 conciertos al año», añade. «Desde el principio, Paloma insistió en que había que formar a los músicos en contacto con el público. Uno se hace artista tocando, no solo practicando». Pero si algo tiene de especial esta ocasión es que la historia se cuenta en plural. Sus alumnos están de acuerdo.

«No es un concierto más», dice María Domínguez (Miami, 2003), alumna de la escuela. Junto a su violín, Domínguez formará parte de los 70 alumnos que conformarán a partir de mañana el Nuevo Mundo. Con la sonrisa contenida de quien todavía no se cree la magnitud del asunto, la violinista hace memoria: «Cuando nos lo dijeron, hace más de un año, no sabíamos ni dónde mirar. Primero fue ‘hay un proyecto en Estados Unidos’; luego, ‘en Nueva York’; y finalmente, ‘en el Carnegie Hall’. Nos miramos como pensando: ¿esto va en serio?». A su lado, Célia Garetti (Versalles, 2003), compañera y chelista, asiente: «Nos avisaron con tiempo, pero hasta que no empezaron los ensayos no lo interiorizas. No es solo el concierto: es una semana entera en Nueva York, ensayando, conociendo a otros músicos, viviendo juntos. Es un viaje enorme en todos los sentidos».

El programa de la noche trazará un puente entre mundos: El Puerto, de Albéniz, el Concierto para violín de Barber y la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvoák, estrenada precisamente en esa misma sala en 1893. «Queríamos jugar con esa metáfora», explica Millanes. «Europa y América, el intercambio, la búsqueda de identidad. El Puerto simboliza el punto de partida, la puerta abierta a lo desconocido», explica Millanes. La preparación, cuenta, comenzó meses atrás. Desde que se eligió el repertorio el trabajo ha sido una condición, un constante. «Primero se ensaya por secciones, luego en conjunto. Es un concierto muy exigente: más de 80 músicos en el escenario, con un solista que se incorporará apenas dos días antes». Y ríe: «Los de este nivel están acostumbrados. No es literalmente tocar a primera vista, pero casi. Es impresionante». Entre los alumnos, el tono oscila entre el entusiasmo y la serenidad de quien lleva media vida pegado a un instrumento.

«Empecé a tocar el violín con tres años porque mi madre también lo hace. Para mí, la música es casi lo único que sé hacer bien. No hay plan B», dice Domínguez. Luis Aracama (Ponferrada, 2005), chelista y compañero suyo, añade: «Practicar diez horas al día es lo normal aquí. Ni te lo planteas, es algo que está totalmente integrado en nosotros. Pero esta vez hay algo distinto, porque sabes que al final te espera Carnegie Hall». Hablan rápido, se pisan, se interrumpen, se ríen. No tienen el tono hierático de los solistas adultos ni el pudor de los (todavía más) profesionales. «Nos conocemos todos desde hace años», cuenta Garetti. «Es casi un viaje de amigos. Nos hace ilusión, claro, pero también mucha responsabilidad. Queremos hacerlo bien. No solo por nosotros, sino por lo que representa para la escuela».

Y representa mucho. La Escuela Reina Sofía no solo viaja a Nueva York como institución educativa, sino también como embajadora cultural. Durante esa semana, los alumnos participarán en actividades con la New York Philharmonic, la Juilliard School, el Ensemble Connect del Carnegie Hall, el Queen Sofía Institute y el Harmony Program, un proyecto social que lleva la música a barrios desfavorecidos. «Queremos que esta experiencia vaya más allá del concierto. Es una oportunidad de conectar con otras instituciones, de compartir metodologías, de aprender y de enseñar. Construir puentes, literalmente», explica Aracama. Los alumnos lo viven con curiosidad y ganas de mundo. «Juilliard es un mito también», dice la francesa. «Poder estar allí, ver cómo trabajan, hablar con otros músicos, es una oportunidad increíble». El español completa la idea: «Y además está la Orquesta Juvenil de Colombia. Con ellos hay una conexión especial, porque el maestro Orozco-Estrada es colombiano. Es bonito ver cómo todo encaja».

El proyecto, presidido por S.M. la Reina Doña Sofía, cuenta con un sólido comité honorario encabezado por la Sheikha Hind bint Hamad Al Thani, vicepresidenta de Qatar Foundation, e integrado por figuras como Paloma O’Shea, Ana Botín o Beatrice Santo Domingo. «La Reina ha sido un apoyo constante desde el inicio», apunta Millanes. «Entrega personalmente los diplomas de fin de curso, conoce a los alumnos, se interesa por sus trayectorias. Es una gran melómana, cercana e implicada. Para nosotros es la mejor embajadora posible».

El viaje a Nueva York ha movilizado a unas 200 personas entre músicos, docentes, técnicos y personal de la Escuela. «Montar algo así requiere una logística enorme», reconoce Millanes. «Pero lo más bonito es que todo el mundo lo hace con ilusión. Hay una energía especial en el ambiente, una sensación de estar viviendo un momento histórico». Histórico, sí. Y al mismo tiempo, muy humano. En los pasillos del Auditorio Sony en Madrid, los ensayos se entrelazan con bromas, pausas rápidas y afinaciones infinitas.

Entre los instrumentos, la sensación de pertenecer a algo grande se palpa, y ese sello internacional que tanto define a la Escuela tiene mucho que ver. «Somos pocos alumnos en la escuela, unos 130, pero venimos de más de 30 países. Es una locura. Aquí se hace familia», comenta la violinista. La Escuela, fundada hace más de tres décadas, mantiene intacta su vocación internacional.

«La tercera parte de nuestros alumnos son latinoamericanos», explica Millanes. «Y eso se nota: hay mezcla de acentos, de maneras de entender la música, de energía. Somos españoles, sí, pero también globales. Eso nos coloca al nivel de las grandes instituciones internacionales». Mientras la orquesta afina su repertorio rumbo a Manhattan, la Escuela prepara otro salto: la ampliación de su sede en Madrid, que duplicará su espacio en los próximos años gracias a una concesión del Ministerio de Cultura. «Queremos abrir nuevas especialidades, incorporar percusión, crear un pre college para jóvenes de 12 a 18 años», adelanta Millanes. ». Y quizá por eso el título del concierto, Viaje al Nuevo Mundo, suena casi premonitorio. «Es un nombre precioso», dice Garetti. No solo por Dvoák, sino porque simboliza justo lo que estamos viviendo. La escuela también está abriendo nuevos mundos». Cuando se les pregunta qué significa la excelencia, todos responden casi al unísono: «Trabajo». Luego matizan, se corrigen y ríen. «95 por ciento trabajo, cinco de talento», dice Garetti. «Bueno, quizá algo más de cinco… pero queda bien así», añade Aracama.

Mañana, cuando se apaguen las luces del Carnegie Hall y empiece a sonar el primer compás de Albéniz, esos jóvenes sabrán que el viaje habrá comenzado. Que todo lo aprendido en el aula cobrará sentido frente al público.